A continuación reproducimos El paganismo nuevo, de Miguel Antonio Caro, humanista y político ultramontano colombiano, quien en su momento llegó a ser vicepresidente y posteriormente presidente de la República de Colombia. El texto de esta reproducción ha sido tomado directamente de su periódico El Tradicionista, órgano de difusión ultramontana de este ilustre colombiano.

Discurso del presidente de la Juventud Católica de Bogotá, leído en la sesión pública del 14 de abril de 1872.
La teoría de que los gobiernos, a manera de las bestias del campo, no deben profesar religión alguna, sistema que unos llaman secularización del poder civil y otros con más propiedad apostasía social y ateísmo internacional, es, señores, el error capital de la época presente; y, lo que es más triste, un error que por todas partes triunfa y se corona. Cristo reina hoy sobre las almas buenas, pero no reina sobre el mundo; ha venido a los suyos y los suyos le desconocen; los siervos niegan a su Señor, y los pueblos arrojan de sí al monarca de las naciones.
Asociados nosotros para combatir con Cristo y por Cristo, nuestro primer deber es atacar estos grandes errores contemporáneos, y contribuir con nuestras protestas a animar al que vacila y alentar al que lidia a nuestro lado. La verdad no está muerta, duerme. Ella es inmortal y a dondequiera que la fe la llama, se levanta. “Que la sociedad como el hombre está obligada a creer y a orar; que los gobiernos como los ciudadanos deben ser hijos sumisos de la Iglesia universal”, esta es la verdad que vengo hoy a llamar en vuestro nombre y a presencia vuestra, para que viéndola, podáis mostrarla y transmitirla a otros hasta restablecer su imperio. Y me es tanto más grato hablar con vosotros cuanto hablo con hermanos que creen lo que yo creo, que aman lo que yo amo, que confunden sus esperanzas con las mías. Un auditorio incrédulo es una atmósfera que hiela las palabras del orador. Jesucristo mismo dejó muchas veces de hacer milagros por la incredulidad de las gentes. Es un error decir que la verdad nace del choque de opiniones; no: la verdad nace de la fe y vive de amor y de esperanza. Nada vengo a deciros extraño a vuestras creencias; pero como la verdad es fecunda, os la presentaré acaso en una forma nueva para vosotros que afiance vuestras convicciones, como yo he sentido afianzarse las mías al verla salir de los labios de algunos que ahora me escuchan vestida de una galanura poética harto distinta de la pálida filosofía de mis concepciones. Pero las sombras mismas no son menos útiles que los colores para ilustrar la verdad.
Nada marchita su beldad primera;
Todo su gloria y su esplendor corona.
Voy a mostraros a grandes rasgos la filosofía y las ventajas prácticas de la doctrina católica en este asunto que tenemos delante, y luego los sofísticos adornos y los grandes inconvenientes del error que contra ella se levanta. Para elucidar estas cuestiones sociales, importa averiguar ante todo qué es la sociedad. ¿Es la sociedad una entidad distinta de los individuos que la componen? Sin duda: la familia es algo distinto de los hijos y aun del padre mismo que la gobierna; la sociedad civil es algo distinto de los ciudadanos y aun de la autoridad misma que la dirige. La sociedad es una entidad moral, con sus derechos y deberes, y no basta que el individuo cumpla los suyos para que ella haya llenado su misión, porque ella no es el individuo. Si la sociedad es distinta del individuo ¿diremos por eso que el individuo y la sociedad son de opuestas naturalezas? No, señores; la sociedad deriva todas sus notas características del hombre; la sociedad existe porque el hombre es por naturaleza sociable; el hombre y la sociedad son coetáneos; la sociedad es el hombre en su existencia colectiva. Por consiguiente la sociedad debe llenar en su esfera la misión que el ciudadano en la suya; o de otro modo: el hombre está obligado a cumplir unos mismos deberes tanto en su existencia individual como en su existencia colectiva. Si el primer deber del hombre es amar a Dios y servir sólo a él, éste será igualmente el primer deber de la sociedad; y ambos deben acomodar su conducta a ese capital mandamiento.
Existe para el hombre y para la sociedad una ley igual de amor y de temor; ¿no os parece, señores, evidente este principio? Y a lo profesó la filosofía gentílica y el cristianismo lo ha sancionado. ¿Y cuál es, se nos dirá, esa ley que el hombre y la sociedad están obligados a cumplir? La ley natural, contestan todos los pueblos y todos los hombres de fe; la ley de la justicia, la ley moral. Envuelta y ofuscada esta ley por las tinieblas del paganismo, los pueblos gentiles más ilustrados la acataron con todo eso, y la admitieron como anterior y superior a las leyes positivas. Oscurecida y mutilada por la perversión de los corazones, ellos, griegos y romanos, esperaban que al fin recobraría su nativo esplendor, y vivían de esperanzas como nosotros vivimos de fe, según el pensamiento de Santo Tomás. No para destruir esa ley natural sino para perfeccionarla y fundar el reino de la justicia, vino al mundo Jesucristo. Él, así como en el orden físico volvió al enfermo la luz, el oído, el movimiento, lo mismo en el orden espiritual volvió a la ley de la justicia su fuerza y su esplendor. Él acalló las disputas de los filósofos, y con su palabra y con su ejemplo mostró al hombre la verdad y toda la verdad. Calmó las borrascas y puso calma en los mares, para mostrar que venía a encadenar los vientos de encontradas doctrinas y a volver la unidad a los espíritus. Su paz nos dejó, su paz nos dio; así que, interrogados como los paganos, “¿cuál es vuestra ley?”, los cristianos en vez de contestar con la vaguedad de aquéllos: “la ley natural, la ley de la conciencia o de la razón”, contestamos con absoluta seguridad: “la ley divina positiva, la ley perfecta, el Evangelio”. Tal es la ley que como superior a las leyes humanas proclamaron y proclaman todos los pueblos cristianos, excepto únicamente, doloroso es decirlo, las naciones católicas que han apostatado.
Y no es esta ley como las leyes humanas una compilación literal, rígida, inflexible de disposiciones expresas. Ella se manifiesta en parábolas y en fórmulas, como todo principio del orden espiritual; ¡pero con cuánta amplitud y libertad! Es un yugo suave y una carga ligera; es letra que obliga, pero al mismo tiempo espíritu que vivifica. Creer en Cristo, amar a Cristo, esperar en Cristo, y en suma, seguir a Cristo (MATTH, XIX, 21), he aquí la nueva ley del Evangelio. Los hombres que la cumplen son hombres justos; los pueblos que la practican, son grandes pueblos. De ahí la aureola de los santos que veneramos en los altares; de ahí la civilización que de oriente se derramó sobre Europa, que de Europa se ha derramado sobre América, y que cubrirá la faz de la tierra cuando en todos los confines de ella se adore la cruz alzada en el Vaticano; cuando todas las naciones se postren para recibir la bendición que imparte el sucesor de Pedro a la ciudad y al orbe.
Era la razón entre los paganos quien notificaba la ley natural. Pero la razón es a veces una autoridad muy vaga y a veces una autoridad muy personal. Por eso la ley natural, bien que justamente reconocida por los pueblos civilizados de la antigüedad, carecía entre ellos de fuerza y de unidad. Necesario era para que imperase la justicia que apareciese en el mundo una autoridad divina, una Iglesia católica, apostólica, es decir, universal maestra de las gentes, y al mismo tiempo independiente en su acción y avecindada en el centro del universo, o lo que vale lo mismo, romana, que enseñase igualmente sus deberes a los hombres y a los pueblos. En los países cismáticos o heréticos el principio cristiano yace avasallado al poder civil; el cristianismo en esos países está sujeto como la ley natural entre los antiguos, ya al libre examen del ciudadano, ya al orgulloso capricho de los príncipes. Sólo en el catolicismo la ley divina aparece con toda su independencia y majestad. ¿Cuántos disidentes no se han convertido a la fe católica al contemplar en ese aspecto la Sede romana, descubriendo en ella por tales caracteres, la verdadera Iglesia de Cristo?
Un gobierno que acata las enseñanzas de esa divina institución es un gobierno que desea cumplir sus deberes con los ciudadanos y con las demás naciones. Según nuestra doctrina, la autoridad se da al que la ejerce en administración para que en justicia y para el bien de todos la desempeñe, lo mismo que se da la riqueza al propietario para que cristianamente la administre. Así la autoridad deja de ser fuerza, y la obediencia de ser humillación; así la propiedad no es usurpación ni la pobreza envidia; así autoridad y propiedad son honroso depósito; pobreza y subordinación se dignifican; las relaciones civiles y políticas se hacen expeditas y los individuos y la especie progresan de concierto. He aquí en dos palabras, el principio de las ventajas prácticas que ofrece la profesión social del cristianismo.
Jesucristo vino al mundo no sólo a regenerar al hombre sino también a la sociedad; porque la sociedad es el hombre en su existencia colectiva. Es verdad que Él no dictó principios de política cristiana, Él no dio lecciones de derecho público, pero sí enseñó lo suficiente para que, reformado por su palabra el hombre, la sociedad a su vez naturalmente se regenere por la santificación de sus miembros. Cuando los hombres son cristianos lo serán también como legisladores y como gobernantes y la legislación y la administración pública serán cristianas. Grande error, enseñado en nuestros colegios oficiales y desmentido por la filosofía y la historia, es suponer que la ciencia de la legislación es independiente, entre cristianos, de las doctrinas del Evangelio. Los mismos que entre nosotros sostienen el paganismo político reciben, sin sentirlo, en sus ideas y en sus estudios la influencia del cristianismo, como aire respira el demente que del aire maldice. Todo lo que tienen de benéfico las ciencias políticas es la corriente de las ideas cristianas que se ha incorporado en los asuntos públicos y asimilándolo todo a las aguas bautismales que arrastran. El célebre jurisconsulto Troplong en su obra De la influencia del cristianismo, propone como consecuencia de su trabajo y demuestra esta proposición:
Que el estado del derecho romano fue más perfecto en la época cristiana que en la más brillante de las edades anteriores, siendo, cuanto se ha dicho en contrario, paradójico o erróneo; pero que es inferior a las legislaciones modernas por haber nacido éstas a la sombra del cristianismo y estar mejor penetradas de su espíritu
Nada más lógico que admitir como obligatoria para los pueblos la misma ley divina que obliga a los individuos. No es racional que haya para el hombre dos leyes y dos conciencias; que como particular sea cristiano y como ciudadano o magistrado pueda declararse impío. Ni podemos sin renegar implícitamente de nuestra fe admitir a discusión los argumentos racionalistas de los que no creen en Cristo. Si alguno nos dijere: “Las naciones no pueden profesar una doctrina que no hay certeza de que sea la verdadera”, le contestaremos negando el supuesto. Los cristianos no podemos suponer por un momento ni en gracia de argumentación que el cristianismo no es la verdad. Si alguno niega que el cristianismo es la verdad, podemos orar por él y tenerle lástima, pero discutir con él nos está vedado, porque hay puntos en que la sola hipótesis tiene sabor de apostasía. Pero sí podemos examinar aunque sea ligeramente para precaver de falsas impresiones a católicos incautos, los argumentos que se presentan con color de cristianismo por hombres que se dicen cristianos; los sofismas que habiendo salido del protestantismo, han caído y hecho sus estragos como bombas mortíferas en el seno de las naciones católicas.
Dicen, en primer lugar, nuestros contradictores que los gobiernos, los pueblos, las colectividades en general no pueden ejercer actos de religión como los individuos. Nuestra respuesta se deriva naturalmente de los antecedentes que hemos propuesto: Si la sociedad no es otra cosa que el hombre en su existencia colectiva y si el hombre es por naturaleza religioso, religiosa es también la sociedad. Es verdad que un gobierno no podrá doblar materialmente la rodilla, ni abrir los labios, ni inclinar la cabeza; ¿pero quién va a equivocar la ceremonia con el acto, la fórmula con el hecho, el accidente con la esencia? Un gobierno no podrá hacer esas cosas, pero sí puede creer en Dios, y respetar su ley, y adorarle con oraciones públicas y con públicos homenajes.
David en el salmo II, describe en rasgos proféticos el estado actual del mundo. “¿De dónde, dice, proviene este alborotarse los pueblos y andar las gentes meditando locos proyectos? Es que los reyes y autoridades se han sublevado contra el señor y su Cristo; y Rompamos, han dicho, sus ataduras y sacudamos su yugo”. Amenaza luego el profeta a los pueblos conjurados, o como si dijésemos a la Internacional, con la ira de Dios. Y por si quieren evitar el tremendo castigo les señala el remedio. “Ahora, reyes, dice, y poderes establecidos para administrar justicia, entended vuestra misión y cumplidla: servid y honrad al Señor”. Et nunc, reges, intelligite. ¿Quién no ve en esas palabras del profeta descrita la situación actual de los pueblos y señalado el remedio de sus males en la profesión social de la religión por ellos oficialmente desechada y escarnecida?
Jesucristo mismo más de una vez consagró el deber que tienen los pueblos de cumplir las leyes de Dios. Y aún va más allá, pues de algunas de sus palabras parece deducirse que así como el hombre debe ser religioso tanto individual como colectivamente, así también tiene una doble responsabilidad como individuo y como sociedad, por sus faltas y extravíos. La responsabilidad colectiva es en la vida presente, según la doctrina generalmente recibida, pues las sociedades no mueren, y aquí son premiadas o castigadas con beneficios o calamidades públicas. Pero ¿quién sabe si esta responsabilidad colectiva no se extiende también a la vida futura? ¿No ha sido responsable el género humano por el pecado original, que es una responsabilidad colectiva? “En verdad os digo”, dijo Jesucristo a sus discípulos,
que vosotros que me habéis seguido, cuando en la regeneración se sentará el Hijo del Hombre en el trono de su majestad, os sentaréis también vosotros sobre doce sillas para juzgar a las doce tribus de Israel
Y en otro lugar:
¡Ay de ti Corozaín! ¡ay de ti Bethsaida! que si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho tantas maravillas, ya mucho ha que hubieran hecho penitencia en cilicio y en ceniza. Por tanto os digo que habrá menos rigor para Tiro y Sidón que para vosotros en el día del juicio. Y tú, Cafarnaum, ¿por ventura te alzarás hasta el cielo? ¡Al infierno descenderás!
Pero se nos opone: Jesucristo ha dicho también: “Mi reino no es de este mundo”. Notad, señores, ante todo, que los que tanto nos repiten este texto tomándole en el sentido de que los gobiernos no tienen deberes religiosos, son los mismos que opinan que el Evangelio nada tiene que ver con las cuestiones políticas y sociales. Pero es el caso que el texto que se nos cita, lejos de tener el sentido que se supone, significa todo lo contrario y somos nosotros quienes podemos citarlo en confirmación de nuestra doctrina. El texto es éste: “Respondió Jesús: Mi reino no es de este mundo·, si de este mundo fuera mi reino, ministros míos sin duda pelearían para que yo no fuese entregado a los judíos; ahora pues: mi reino no es de aquí” (IOAN, XVIII, 36). Para sacar el sentido de este texto no ha apelado la Iglesia al expediente de algunos comentadores que traducen impropiamente según parece, la frase final, con Scio, de este modo: “mas ahora mi reino no es de aquí”. Lo que importa notar es que tanto en la frase original como en la empleada por la Vulgata latina se usan preposiciones de ablativo de la misma fuerza de la inglesa from: “de hoc mundo”, “ex hoc mundo”. “Mi reino no es de este mundo” es, pues, cláusula que expresa separación o extracción y equivale a esto: “Mi reino no viene, no procede de este mundo; mi reino no es de derecho terrenal”. Confirma y completa el sentido de este texto aquel otro del mismo Evangelista (III, 31): “El que de arriba viene sobre todos es. El que es de la tierra terreno es y de la tierra habla. El que viene del cielo, sobre todos es”. Cualquiera lector despreocupado que compare estos dos textos sacará de ellos sin dificultad aquella doctrina misma que, cuando sale de boca de la Iglesia, escandaliza a muchos. Jesucristo no viene de este mundo, y por eso su reino no es de este mundo; sino que viene de arriba, y por tanto su poder es superior a todos los poderes del mundo. El siguiente pasaje de San Mateo fija uno de los atributos del poder de Jesucristo sobre la tierra: “Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad sobre la tierra de perdonar pecados, dijo entonces al paralítico: ‘Levántate, toma tu lecho y vete a tu casa’ ”. Si alguno, pues, nos dijere: “El reino de Cristo no es de este mundo”; debemos contestarle: “Sí, luego es sobre este mundo”. Es más: si antes de apurar el cáliz de la tribulación pudo Jesucristo pronunciar palabras ambiguas, después de su resurrección gloriosa dijo con entera claridad: “Toda potestad me ha sido dada en el cielo y en la tierra”. Y aquí mismo, en esta palabra del Señor, vemos con cuánta razón ha condenado la Iglesia esta proposición, XXIV del Syllabus: “La Iglesia no tiene la potestad de emplear fuerza ni potestad ninguna temporal, directa ni indirecta”.
Partió también de la Reforma protestante, y es hoy día piel de ovejas con que se cubren lobos que pretenden constituirse en guardadores del rebaño, la idea de que la Iglesia romana es hija degenerada de la primitiva Iglesia, y que las cosas deben volver a como estaban en los tiempos apostólicos. Y como en aquellos tiempos la Iglesia, que estaba en su cuna, no había ganado las palmas y coronas de su carrera triunfal; como Pedro, su cabeza visible, no había dirigido su nave a alta mar, es decir, a Roma, según el expreso mandato del Señor, sino que antes faltándole tal vez la fe parecía anegarse en las olas; estos pretendidos reformadores quieren que la Iglesia renuncie a sus triunfos y se retire a su oriente y vuelve a su cuna. Olvidan ellos que ya desde su nacimiento quiso el Salvador recibir el homenaje de reyes peregrinos; y sobre todo, desconocen que el pensamiento divino, que en la historia, con el engrandecimiento de la soberanía de la Roma cristiana ha venido desenvolviéndose, no fue que la Iglesia quedase reducida a la esfera de sus primeros días, sino que se levantase y creciese y se extendiese sobre la tierra como maestra soberana no sólo de los hombres, sino también de las gentes, esto es, de las naciones. Él mandó a sus discípulos ir a enseñar por todo el mundo la verdad libertadora de las almas. “Y todo el que no os recibiere o no oyere vuestras palabras, al salir fuera de la casa o de la ciudad, sacudid el polvo de vuestros pies”. Aquí, según el estilo de las lenguas orientales, hay dos cláusulas contrapuestas, que acomodándolas a nuestro idioma, pudieran ordenarse así: “Al salir de una casa que no os recibiere o de una ciudad que no oyere vuestras palabras, sacudid el polvo de vuestros pies”. Dáse aquí por supuesto que la predicación evangélica debe dirigirse no sólo a la familia sino a la población y que así como la sociedad doméstica debe hospedar al ministro de Dios, la sociedad civil debe honrarle y acatar sus enseñanzas. “Y lo que os digo en tinieblas”, añade el Señor, “decidlo en la luz; y lo que oís a la oreja predicadlo sobre los tejados”. Por estas palabras se ve que el mismo Señor quería que las enseñanzas de la Iglesia fuesen lo que son las enseñanzas de Roma: resonantes sobre toda publicidad, soberanas sobre toda eminencia.
“Es necesario que él crezca y que yo mengüe”, dijo del Deseado de las gentes, Juan el precursor (IOAN, III, 30). Y Jesucristo mismo confirmó con esta palabra suya las de aquel hombre extraordinario: “Cuando yo fuere alzado de la tierra, todo lo atraeré a mí mismo”. ¿Hase meditado alguna vez en la vasta significación de estas palabras? Es menester que Jesucristo crezca y que todo lo atraiga a sí; y ¿cómo habrá de crecer Jesucristo en el mundo, cómo podrá atraer a sí todas las cosas sino incorporándose, por la Iglesia, en la sociedad del hombre consigo mismo, y en la sociedad doméstica, y en la sociedad civil, es decir, divinizando al hombre en todas sus relaciones y en todas sus manifestaciones? Los hombres que quieren que el mundo vuelva a los tiempos apostólicos, olvidan la palabra de Juan y la palabra de Cristo. ¡Es necesario que Jesucristo crezca! He aquí, señores, la contestación que debemos dar a todos los sofismas del liberalismo anticatólico.
Opónense, últimamente, para rechazar las obligaciones de la sociedad cristiana, los abusos de los gobiernos que en otras épocas tuvieron a honor apellidarse católicos. Lo que prueba demasiado, nada prueba: los pecados de las naciones católicas tanto prueban contra el principio de que la sociedad civil debe ser católica como los pecados de las familias cristianas pueden probar contra el principio de que cristiana debe ser la familia. Ved, se nos dice, lo que fueron los siglos medios con el catolicismo; los hombres que han estudiado la historia saben que a esa objeción podemos contestar victoriosamente: Y considerar lo que hubiera sido la Media Edad, o mejor el mundo, sin el catolicismo. Ingrato es el mundo como suele serlo el hombre; y el siglo XIX, que no reconoce los esfuerzos de la Media Edad como fuente de los bienes y adelantamientos que hoy disfrutamos, es una muestra melancólica de ingratitud social. El linaje humano progresa trabajando; pero sólo el catolicismo da unidad y, por lo mismo, fecundidad a sus trabajos. Los males morales que han afligido a las naciones católicas no han dependido de que ellas se convirtiesen al catolicismo, sino de que esta conversión, lo mismo que la creación del mundo, no es obra de un solo día; el mal no está en que los pueblos fuesen católicos, sino en que no han sido bien católicos; en hombres, como en gobiernos, la falsa religión de algunos no es motivo para que se conciba odio a la religión verdadera y se deje de aspirar a la santidad. ¿Quién podrá ser perfecto? Con todo debemos procurar serlo, porque tal es el mandamiento del señor: “Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”.
Los filósofos del moderno liberalismo razonan en un sentido absurdo, generalmente malicioso, y abiertamente opuesto a nuestro modo de razonar. De la contemplación del mal sacan ellos palabras de progreso e ideas de retroceso. Quieren libertad, y niegan la verdad destinada a libertarnos. Piden adelantamientos, y se oponen a que “Jesucristo crezca”. Enfermas están las sociedades, dicen; y enfermas están por que tienen vida, luego debemos quitarles la vida para que sanen; y en consecuencia atacan el catolicismo, que es el principio vital de las sociedades.
No sé por cuál de las dos, si por fortuna o por desgracia —qué difícil es decidirlo para los que en todo vemos la acción de la Providencia divina— es el hecho que, lo mismo que los hombres, las escuelas que combatiendo hoy el catolicismo, niegan el deber que tienen los gobiernos de acatar la autoridad divina de la Iglesia, no aciertan a desasirse de todas las ideas que, sin sentirlo, sin quererlo, han recibido del catolicismo. Suelen conservar en sus sistemas cierto lustre cristiano, gala usurpada con que engañan a muchos. Así la escuela de la utilidad, por ejemplo, sigue hablando del deber, palabra que no confronta con aquella, sonido vacío según el principio que ella profesa. La Internacional misma, la institución anticatólica que menos disfraces usa, invoca todavía las bellas ideas de relación y fraternidad, hijas de la Iglesia católica, que sólo a la sombra materna pueden crecer y prosperar.
Con todo, la fuerza misma de las cosas va haciendo que el sistema indiferentista produzca y exhiba sus frutos; ¿quién no ha oído la voz muda con que nos amonestan las elocuentes cenizas de París. ¿Quién no ve la situación tristísima de aquellas grandes naciones que ya se gloriaron de católicas y hoy luchan rudamente contrariadas por gobiernos que apostataron?
El filósofo observador, sobre todo, no puede desconocer las tendencias a la barbarie que llevan los pueblos que social mente reniegan de la Cruz. Es esta tendencia aún peor que el retroceso; ella nos arrastra a un estado de cosas aún no bien realizado en el mundo; a un paganismo nuevo, mil veces más pavoroso que el antiguo. San Juan Bautista, “voz que clamaba en el desierto”, varón el más eminente de la edad pretérita, representaba toda la filosofía antigua, todas las antiguas profecías, todas las esperanzas y aspiraciones de los hombres buenos de un mundo que ya caducó. Vino Jesucristo, y entonces ese mismo Juan dice: “Es forzoso que yo mengüe”. Sí: delante del cristianismo es menester que mengüe el antiguo orden de cosas: que la filosofía ceda su puesto a la religión y las esperanzas a la fe; en suma, que Cristo reine. Con el cristianismo no puede luchar ya el paganismo antiguo con sus ignorancias invencibles, con sus sinceras esperanzas, con sus gloriosas tradiciones, con su bella literatura y sus sistemas filosóficos. Todo lo bueno que pudo tener el paganismo se convirtió al cristianismo; y contra éste, sólo puede levantarse hoy un paganismo nuevo, con todos los vicios del antiguo y sin ninguna de sus virtudes, que ve la luz y la rechaza; y sólo usurpa sus destellos para arrastrar incautos a sus tinieblas.
Y esto que decimos del cristianismo, muy particularmente se aplica al catolicismo, a la verdadera Iglesia de Cristo. Naciones que ya se alabaron, socialmente hablando de cristianísimas y de católicas, no pueden cambiar el antiguo orden de cosas sin echarse en brazos del más grosero paganismo. Por eso el liberalismo francés, o español, o italiano, es el más audaz, el más feroz, el más terrible de todos. La lamentable actual situación de esos pueblos depende de que Corruptio optimi pessima.
En efecto, señores, si en un país católico el gobierno no acepta el catolicismo, ¿qué freno moral o religioso le queda? ¿Acaso la antigua filosofía pagana? ¿o por ventura la sombra de cristianismo de las sectas protestantes? No: esas dos vías están definitivamente cerradas para los católicos. Un gobierno que reniega de la fe católica adoptará los principios del paganismo nuevo: “no hay más bien que el placer ni más derecho que la fuerza”; y añadirá sin rebozo: “En virtud del dominio eminente, la nación tiene”, es decir, yo tengo “derecho para disponer de los bienes situados dentro de los límites del territorio, ya sean de particulares o ya de personas jurídicas”.
¡Qué ejemplo tan funesto para los ciudadanos el de un gobierno que, dándose por suelto de toda obligación, proclama tener derecho a todo! Principiarán a mirarle los ciudadanos como a público enemigo; ellos a su vez creerán tener derecho a todo una vez que tengan la fuerza; y de ahí esa lucha, ya mansa, ya abierta, entre autoridades y súbditos, que se produce en todo país mal constituido y mal gobernado, en toda nación no cimentada sobre la roca firme del cristianismo, fundamento divino de toda sociedad.
En los Estados Unidos de América es tal vez donde la indiferencia legal del gobierno en materias religiosas es más disculpable, ya por la multitud de creencias en que está realmente dividida la sociedad, ya porque en medio de todo, él se precia de dar en sus actos muestras de adoración a la Providencia divina, ya porque esa indiferencia no es, como en países católicos, apostasía, ni como en ellos, se resuelve en persecución al catolicismo. Mas por la amplia libertad de que en esa región usan todas las opiniones, si no en ese gobierno, sí en ese pueblo podemos hallar claras manifestaciones y lógicas consecuencias del principio del indiferentismo social, si vamos a buscarlas en las clases, en las escuelas, en los clubes que lo adoptan y sustentan. Allí podemos ir a estudiar, como en sus más sinceros, si no más caracterizados órganos, lo que vale, lo que pide, lo que alcanza el moderno liberalismo que dice: “Los gobiernos no deben tener religión alguna”.
De la teoría de los “gobiernos sin religión” fue de donde nació la absoluta libertad de cultos, la absoluta libertad de la prensa, la absoluta libertad de enseñanza, la absoluta libertad de asociación. ¿Y por qué no ha de nacer también de aquí la absoluta libertad del amor, por ejemplo? No hay razón en contrario: o todas aquellas libertades deben restringirse desde el punto de vista religioso, único que puede justificar tales restricciones, o esta última, lo mismo que cualquiera otra, también debe ser absoluta. Si la rebelión contra la autoridad implica el rechazo del derecho de propiedad, pues propiedad y autoridad tienen un mismo fundamento y una misma razón de ser —y así lo han comprendido los comunistas europeos; de la propia suerte al aceptar la libertad ilimitada en principio, es forzoso aceptar en absoluto por legítimas todas las libertades imaginables— y así lo han entendido las damas americanas “liberales”. La idea de que la castidad lejos de ser una virtud es un pecado, iniciada ya por el judío Bentham, crece a la sombra del principio liberal, y hallárnosla ya, no tan sólo apuntada sino extensamente defendida en un periódico yankee editado por mujeres: Woodhull and Claflin’s Weehley. Estas dos redactoras son al mismo tiempo jefes de la Asociación del derecho de sufragio de las mujeres, punto en que, como en el otro, tienen relativamente razón pues si el sufragio ha de ser universal así debe comprender a los hombres como a las mujeres y aun a los niños.
Sobre este mismo asunto registra el New York Herald de noviembre del año pasado, la siguiente noticia:
En la noche del 20 un auditorio de más de 3.000 personas reunidas en el Steinway Hall, oyó de boca de la joven Victoria C. Woodhull la más asombrosa doctrina que jamás pudo explicarse ante un concurso de americanos. Antes de empezar la lectura distribuyó se profusamente, de banca en banca, el siguiente programa:
¡LIBERTAD! ¡LIBERTAD! ¡LIBERTAD!
EN SU ÚLTIMO ANÁLISIS,
Aplicable a las relaciones sociales,
Si es buena en la esfera política y religiosa, ¿quién podrá sostener que no lo es igualmente en la esfera social?
Terminada la conferencia, que versó sobre el self-government en toda su latitud, y que fue recibida alternativamente con muestras de entusiasmo y de frialdad, la señorita Woodhull, volviendo al proscenio, compendió en estos términos su doctrina:
Sí, señores, dijo: así como hay librepensadores así también hay libres amantes y yo me coloco en el número de éstos. Creo tener el derecho incontrovertible de mudar de marido cuando así me convenga. Con esto comprenderán mis oyentes que yo abogo decididamente por la libertad en todo.
He aquí el vicio elevado a teoría social por una librepensadora en presencia de tres mil auditores. Pero ¿qué mucho que se le eleve a teoría si ya desde 1830 le vemos reducido a institución y aun a religión por los mormones, que se llaman santos y ganan prosélitos y fundan ciudades? El gobierno de los Estados Unidos persigue a estos sectarios; pero ellos alegan, no sin razón, que si la libertad de creencias es absoluta, debe ser respetada, como cualquiera otra, la que ellos profesan, junto con las costumbres que vienen como legítima consecuencia y natural realización de esa misma creencia. Un gobierno que no profesa religión alguna no tiene derecho para declarar cuál es religión buena y cuál es mala, ni para perseguir, por lo mismo, secta alguna religiosa, por absurda que parezca; por consiguiente, un gobierno irreligioso por sistema, que persigue, es inconsecuente; pero como en realidad el error en sus manifestaciones públicas no debe tolerarse, podemos afirmar: que “los gobiernos irreligiosos, o por excesivamente tolerantes o por arbitrariamente perseguidores, no cumplen su misión en la tierra”.
En resumen: el indiferentismo religioso en punto a gobierno y administración pública, es un principio contrario al sentido común y a la razón católica. Hoy el mundo parece vacilar entre el cristianismo verdadero, o sea el catolicismo, y el paganismo moderno, mucho peor que el antiguo. ¿Cuál de los dos triunfará? ¿Qué prudente conjetura podemos hacer en vista de lo que al presente sucede en el mundo? Motivos hay por un lado y por otro de esperanza y de desaliento. Yo, por mi parte, espero. Compelidas por la experiencia volverán las naciones cristianas, si no me engaño, a la unidad, y, en no remoto día, no habrá sino “un solo aprisco y un solo Pastor”.
Referencia
El Tradicionista, Bogotá, 16 de abril de 1872, año I, trim. 2º, núm. 24, págs. 193-195.
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