Los otros conquistadores

Carlos Restrepo

Los recientes eventos sociales en Colombia requieren más que unos pocos tuits; requieren acción, aunque sea una acción periodística. Ha de aclararse que quienes sin ser indios promueven el odio al conquistador demuestran una profunda ignorancia histórica o, en su defecto, una profunda crisis de identidad. Por un momento pensemos qué pasaría si una asociación decidiera derribar una estatua del conquistador macedonio Alejandro Magno; a mi parecer generaría gran indignación entre los griegos. Alejandro, siguiendo el legado de su padre, no se contentó con dominar la Hélade: fue más allá, conquistando Egipto y Persia hasta ser derrotado en la India. Por mi parte no conozco a nadie quien llame a borrar el legado de este hombre. Por el contrario, leemos sus hazañas militares con gran admiración.

Otro conquistador famoso fue Gengis Kan, quien tuvo bajo su dominio el imperio más grande en tierras contiguas. Hay quienes recuerdan su salvajismo: los señores de las estepas claramente disfrutaban del saqueo y del pillaje, e investigaciones modernas apuntan a que causó un gran retroceso para los pueblos iranios. Pero incluso el gran Kan con todo el miedo que causó hoy es el héroe nacional de Mongolia y algunos chinos consideran que a largo plazo se vieron beneficiados por la dominación mongola. ¿Deberían los chinos volver cenizas su legado? ¿Debería Afganistán exigir disculpas al gobierno de Mongolia porque siglos atrás gran parte de los intelectuales perecieron bajo las hordas?

Si repasamos bien la historia, los conquistadores son considerados héroes en sus patrias y sólo odiados por aquellos que sufrieron su ira y vivieron para contarlo. La diferencia entre quienes pueden odiar al Gran Kan y quienes hoy critican a los conquistadores españoles es que los primeros no fueron abordados por la ideología antimilitarista. Desde el siglo XIX los liberales radicales han odiado al ejército, tratando de reducirlo siempre a su mínima extensión y vaya daños causó cuando el gobierno de los Estados Unidos de Colombia no podía hacer nada frente a sus estados que se envolvían en guerras civiles. Hoy los herederos de esos liberales se han encargado de convertir en chivos expiatorios a todos los que representen el espíritu castrense, sea Sebastián de Belalcázar o el propio Ejército Nacional, el cual, pese a su innegable mal obrar, ha pagado los platos rotos de otros.

No es mi intención que el pueblo misak rinda honores a Belalcázar, sino denunciar el espíritu antimilitarista y pacifista que corroe a Colombia. Los blancos y mestizos víctimas de este trasbordo ideológico olvidan que fueron sus ancestros quienes conquistaron estas tierras. Los herederos de Belalcázar siguen en Cali, en Popayán o incluso sentados en el senado; los peninsulares actuales descienden de aquellos que se quedaron ahí, no de los que vinieron a América.

Así pues, por cada español blanco —cuya vestimenta no sería tan ostentosa, pues fácilmente se oxidan las armaduras y los mosquetes en el trópico— venían con él varios indios. Como ya se mencionó, los mestizos también participaron en las guerras, en mayor o menor medida según el año del que hablamos. Pues si bien para 1538 —conquista de los muiscas— ya existían mestizos en edad de luchar, ello no era posible cuando Colón arribó a las Antillas. Otro agente muy ignorado son los negros, de quienes se dice que vinieron en calidad de esclavos y que su papel en la guerra fue menor; pero en realidad sin la ayuda de los esclavos la Conquista hubiera tenido grandes retrasos, pues estos lucharon codo a codo con sus amos —bien pudieron traicionarlos pues hubo situaciones de superioridad numérica—.

El otro día vi una imagen que decía que por cada estatua de un conquistador debería haber cuatro estatuas de indígenas. Si se piensa con detenimiento, no es del todo errado, porque todo conquistador luchó junto a negros, indios y mestizos; aunque honestamente sería más fácil de lograr en la pintura que en la escultura. La Conquista no debe verse más como una lucha de razas donde una malvada somete a una inocente: la Conquista debe verse como muchos pueblos o razas unidas en un único objetivo, el de una América cristiana.

Sé que mi propuesta puede no gustar a los progresistas quienes me dirán que los no-blancos estaban siendo obligados a luchar, pero dudo mucho que estando en superioridad numérica —porque los aliados indios lo estaban— se sintiesen muy «oprimidos». Tampoco ha de gustar a aquellos que idolatran la raza blanca como superior y destinada a dominar al mundo, pues me dirán que intento robarle sus méritos.

Aunque a simple vista no lo parezca, los indigenistas y supremacistas blancos no son muy diferentes. Los primeros promueven la sustitución de la herencia hispánica por una escala de valores indianos, como si los indios fueran una única civilización unida por sus cadenas; los segundos creen que los blancos son una civilización unida en su supremacía. No es de extrañar que así como resurge el culto a la Pachamama entre los indigenistas —aunque no todos los pueblos indianos la adoraban e incluso algunos la consideraban una diosa maligna—, los supremacistas blancos promuevan también el neopaganismo, por considerar el cristianismo como religión extranjera.

Quienes nacimos en los otrora Reinos de Indias debemos aceptar que nuestro vínculo está más allá de la sangre, incluso más allá de lo cultural. Con las independencias perdimos nuestro vínculo jurídico —el derecho indiano—, pero conservamos el más importante: el espiritual. Porque poco importaría si cada región tuviera su propia lengua, aunque fuese nativa; la historia nos ha enseñado que vascos que no hablaban castellano lucharon por Don Carlos. Poco importaría que tuviésemos genes europeos más recesivos.

Lo que en realidad importa es ser miembros de una misma Iglesia la cual es Santa, Católica y Apostólica. De allí que no se llamara Imperio Español, ni siquiera Monarquía Hispánica, sino que era la Monarquía Católica. Reitero una vez más que vuelva la estatua, pero que vuelva acompañada: nada es el general sin su séquito, añadiendo también la Cruz que siempre acompañó a los conquistadores. Tal vez sea mucho pedir, más como está la sociedad hoy en día, pero sólo apropiándonos de nuestro legado podemos entender la Conquista y así retomar la misión mística y misionera que Dios, en manos del apóstol Santiago, encomendó a España.

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