Carlos Restrepo
Afirman los defensores del ius soli que el solo hecho de nacer en una porción del hombre nos liga a ella, como si por el solo hecho de ser alumbrados allí se infundiera en el infante el espíritu del patriotismo. Es bien sabido que este criterio jurídico es defendido por las naciones que favorecen la inmigración, en contraste con aquellas que prefieren mantener cierta cohesión étnica dentro de sus fronteras. Incluso un país WASP —white, anglosaxon and protestant— como los Estados Unidos mantiene ese principio consagrado en la Decimocuarta Enmienda, pese a su política antimigratoria.

Bajo este criterio, incluso los hijos de los embajadores pertenecerían a una nación extranjera; situación que incluso los EE.UU. reguló, pues es en sí misma absurda. Aun así, son muchos los Estados que siguen promoviendo esta política, como si la pertenencia a la nación fuese algo que se definiera con un trámite burocrático en lugar de la herencia de una tradición ancestral o un modo de vida específico. Pero incluso el ius sanguinis tiene su meollo, pues reduce la nacionalidad a una cuestión burocrática en lugar de las tradiciones y foralidades.
La gran pregunta es, entonces, la siguiente: ¿pertenecen los hombres a la tierra o pertenece la tierra a los hombres? Para el autor la respuesta no es tan sencilla, pues si bien un pueblo puede apropiarse no solo legalmente sino sentimentalmente de su terruño, del mismo modo la tierra puede condicionar la vida y costumbres de quienes la habitan. El hombre que vive en los Andes es muy distinto del que vive en los Llanos, ambos pueden amar su hogar, pero la alimentación, el vestuario e incluso la expectativa de vida la manda la tierra que yace bajo sus pies.
Véase el caso de la Conquista de América, en especial la del Nuevo Reino de Granada. ¿A caso eran españoles ibéricos los hijos —los criollos— de los conquistadores o eran tan americanos como los mestizos y los amerindios? La respuesta no es sencilla. No obstante, es interesante y reflexionar al respecto es propicio para todos los tradicionalistas.
No importa de donde hayan venido, sean vascos o andaluces: todos los conquistadores vivieron un mismo proceso. Primero conquistaron el territorio haciéndole la guerra a los amerindios, luego buscaron un lugar propicio para fundar un Cabildo y comenzaron a habitar el territorio, repartiéndose en encomienda a los amerindios para adoctrinarlos en la Fe Católica, a cambio de su mano de obra. Finalmente se adaptaron a la tierra conquistada o bien se trasladaron a otro sitio, pero si lograron adaptarse debieron dejar atrás algunas de sus costumbres para acostumbrarse a su nuevo hogar.
Así, muchos cambiaron el pan por el maíz, la capa por la ruana, el conejo por el cuy; dejaron de ser vascos y andaluces para ser andinos, llaneros, caribeños, etc. Pero este no es un proceso propio de España, sino que es un fenómeno histórico —aunque no por ello la regla de las conquistas—: los antiguos bárbaros europeos terminaron romanizándose y fundando los reinos cristianos de Europa bajo la tutela del Papa.
Pero si se afirma que no es la regla en las conquistas se debe a que hay grandes excepciones, como la Conquista de África. A diferencia de la América Hispana, el interés en África era netamente comercial. Es incluso distinto al periodo colonial de Estados Unidos o Australia, porque tampoco hubo interés de poblar esos territorios con colonos, sino tan sólo de mantener administradores que sacaran el máximo provecho económico de las colonias.
Sin embargo, África tiene tres grandes excepciones que recuerdan al continente americano, no obstante recuerdan más al norte anglosajón. Al norte de África, en Argelia se asentaban los pieds-noirs, franceses en su mayoría que lograron apropiarse no solo legalmente sino sentimentalmente de ese enclave en el mundo mahometano; infortunadamente, tras su expulsión después de la independencia, fueron condenados al ostracismo en la Francia Metropolitana.
Luego están los bóer, que recuerdan mucho a los puritanos de las Trece Colonias y que abandonaron su identidad europea por una africana, de allí que se les denomine también afrikáner; incluso a día de hoy han mantenido su identidad pese a la conquista británica de Sudáfrica. Por último está la polémica Rodesia, conocida por su régimen que le consiguió el odio de la comunidad internacional, y si bien no se busca hacerles apología por oponerse a los intereses de la ONU, se debe reconocer que los colonos abandonaron su identidad europea para ser solo rodesianos, africanos blancos.
Sin embargo, Hispanoamérica es muy diferente, porque el fin último de su conquista no fue ni el comercio ni el poblamiento del territorio con colonos blancos, sino evangelizar a los amerindios y a los esclavos africanos. Por eso, cuando el conquistador se apropia del territorio y se hace parte de él —cuando se indianiza—, genera una nueva identidad, dan nacimiento a un nuevo pueblo que ya no es europeo ni blanco, sino mestizo. Así, los nuevos pueblos hispanoamericanos se diferencian de yankees y rodesianos en que su identidad no está vinculada a la raza, sino a una Tradición, tradición que esos otros no tienen por ser protestantes y si la tienen es muy endeble. La Tradición en los hispanoamericanos o indianos —término más acertado y análogo a ibérico, como subdivisiones de lo hispano— los vincula a la Eternidad, al Santísimo Sacrificio del altar.
Se dice que Colombia es un país de regiones, un país fragmentado con una sociedad dividida: nada más lejos de la verdad. Colombia o la Nueva Granada es el hogar de muchos pueblos que olvidaron que están unidos no por el registro civil, sino por un mismo clero; que lo valioso de sus tradiciones está en su vinculación con la grey de Dios. Así pues, paisas, tolimenses, chocoanos y todos los neogranadinos están unidos primero con el Bautismo; luego con la fidelidad a la comunidad política, es decir a los municipios y a la antigua Real Audiencia que constituía a la Nueva Granada como reino; después a sus costumbres y, por último, al rey legítimo. En pocas palabras, con el cuatrilema carlista: Dios, Patria, Fueros y Rey.
Tras esta reflexión es posible volver al inicio, a los criterios jurídicos y criticar sus falencias. Nacer en un territorio no genera apego a él, seguir las tradiciones lo hace; ser hijo de tus padres no convierte a las personas en miembros de una nación, lo hace la herencia inmaterial que nos entregan. Un hispano puede haber nacido en el viejo terruño de Don Pelayo o en la más recóndita de las Islas Marianas, pero de nada le sirven esas dos premisas si no las acompaña con el Evangelio y la Tradición. Y si no quiere quedar huérfano debe añadir también la fidelidad al Rey legítimo.
Para concluir, la relación entre los hombres y la tierra es sinérgica: nosotros la aramos y ella nos da distintos frutos. El clima nos obliga a vestir distinto; los frutos y los animales cambian la dieta; el fenotipo define nuestro aspecto… pero es el alma inmortal la que nos permite permanecer unidos. Y es la creencia en el alma —y de que fuera de la Iglesia no hay salvación— la que permite que la tierra no se convierta en un bien más a explotar, como creen los capitalistas o los marxistas; la que evita que la nación se convierta en una protorrealidad metafísica —una comunidad imaginada— de carácter religioso-panteístico. No obstante, la reflexión sobre la nación es tema para otro artículo, fuera de esta serie. Y a modo de resumen: nuestra tierra no es valiosa por haber nacido ella, sino porque con ella heredamos no sólo el suelo físico sino también la Tradición.
Un comentario en “El ser hispánico (III): Los hombres y la tierra”