La tiranía de los opinadores

Nicolás Ordóñez y Reyes

Quisiéramos insistir en que las elecciones democráticas son actos necesariamente virtuosos, por los que se tiene el medio de reafirmar la moralidad de una comunidad, de demostrar patriotismo y permitir expresar amor por nuestros congéneres, unidos por el bien común al que todos los cristianos estamos llamados a seguir; pero estas encarnan un vicio liberal que no puede entenderse como un motor de virtudes, ya que la noción de la representatividad es débil y destinada a responder a una silenciosa tiranía.

La soberanía popular sólo subsiste en cuanto exista un organismo que le dé una razón de ser; y esto es un comportamiento recíproco: si no existe un pueblo soberano, pues no existe la noción de un organismo que le permita tener sustanciación. Sin parlamento, no hay soberanía popular, y sin soberanía popular no hay parlamento. Nos encontramos ante una pregunta identitaria, sobre todas las cosas, pues el llamado cuatrienial a las urnas despierta emociones entre las gentes, que olvidan ver en su compatriota a un hermano y se ven sometidas a los dogmas del liberalismo, en los que el beneficio propio y la maximización de los placeres vacuos le hacen, en realidad, un hombre poco virtuoso que busca valores, carentes de inmutabilidad y dispuestos a imponer su mero beneficio, ignorando lo que sucede en su entorno. 

¿Qué representa el voto, en realidad? Un deseo bobalicón por exigir a quien debería representar, en realidad. Una necesidad de sublimar el actuar político en un candidato los deseos propios, no lo que es verdaderamente bondadoso; y siendo la sublimación lo que prima, no sorprende que sea quien más goza agilidad en el verbo aquel que cuente con la mayor simpatía de los electores. Al legislativo patrio ingresa el que maneja con pericia el verbo, aquel que apela con creatividad a las masas y quien tiene opiniones fuertes. El legislador, en realidad, no ha ganado su condición por el oficio al que su denominación sustantivamente le supone, sino aquel que ha podido consagrarse como un opinador, uno que habla por sí mismo y que es escuchado con tanto ahínco, porque sus escuchas suponen verse en él, y creen así que les suplirá cualquier necesidad. 

El Congreso de la República no es, en realidad, el gran recinto de las opiniones diversas, emanadas de una representación de las necesidades del pueblo. Son una dinámica aparte, que ha institucionalizado al opinador como una persona con cierto grado de poder, mas su participación en el poder político es paralela. ¿Es realmente poderoso el legislador? Sí, pero no porque este obre a favor de una soberanía: el Congreso es poderoso porque ha logrado establecer su propio poder, sin soberanía, que reside en la opinión. 

Se perpetúa el mandato de los opinadores y se convierte en tiranía, al ser este un pésimo criterio para que los hombres conciban a su comunidad política, pues la ilusión de los opinadores les permite creer que el verbo mismo les da poder de participación en aquellos que aspiran a legislar en el Congreso. ¿Y por qué habría disidencia en esta perfecta tiranía, si todos los que están sujetos a ella han considerado al verbalismo como la razón de ser de esta, y al ser el verbo común a todos, no sorprende que se sientan incluidos en esta forma de poder? ¿Por qué luchar, si todos ya suponen beneficios? ¿Quién no quisiera ser Segismundo cuando es liberado, por primera vez, de sus cadenas? 

No sorprende, pues, que la tiranía de los opinadores extienda a los incautos las más inapropiadas ilusiones, y que los menos sensatos para detentar el poder se sientan con la confianza suficiente para verse vociferantes en los recintos del Legislativo; y así explicamos por qué en la patria las más perturbadas voces han expresado, en los últimos meses, su deseo de convertirse en legisladores, pues han creído que, por ser, ya son bondadosos. 

Una tiranía así no puede sostenerse como un deseo genuino de lo político: no permite a comunidad alguna florecer sobre virtudes verdaderas, ni tampoco hace posible que la sociedad vele por su salud pública, como exhorta León XIII en Rerum Novarum. Y no lo puede hacer, porque la opinión somera es el simple parecer de cada quien, y no el pensar de la sociedad que posee un fin para poder ser persona. La presente tiranía, que ha tenido su origen en el legislativo, ha permitido afectar otras instancias del verdadero poder político, convirtiendo a la democracia en equivalente de lo paupérrimo y destruyendo la comprensión real del poder.  

La sensatez mayor estaría entonces encaminada a reconocer los defectos de esta tiranía, verla directamente y no llamar al mero sosiego, pues el prudente reconocerá que depositar su voto para beneficio del tirano injusto no le conviene ni lo convierte en actor político, sino en opinador desposeído de poder. 

Pero es necesario que la desconfianza y el no voto se comprendan como el llano sosiego, pues la oposición al tirano no ha de resolverse con inmovilidad, que aquel que ha reconocido a la tiranía de los opinadores responda con apatía y llame a la concordia entre sus hermanos para levantarle del letargo. Que las voces se dupliquen, que se reconozca al votante como un equivocado que ha sido engañado y que poco participa en lo político, pues la tiranía de los opinadores sólo puede ser finalizada cuando deje de ser alimentada. 

Votar es inmoral, votar atenta contra el verdadero sentido de lo político, votar no aporta a la comunidad política. Que esta última se mantenga por medio de hombre virtuosos que velan por el bien común, no por lo que las vísceras les hagan creer. 

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