De las libertades forales, la autarquía regionalista y cómo el regionalismo no es separatismo.

Y ese programa es una doctrina que hay que discutir y que yo me atrevo a demostrar, y es, además, un hecho social, como ya lo indicaban el otro día con exactitud los señores Nougués y Salvatella, pues en Cataluña, en el fondo, todo el mundo es partidario del regionalismo. No de la autonomía —que no es palabra que a mí me agrade, porque significa independencia, darse la ley a sí mismo—, sino de lo que ya Aristóteles en su Política designaba con la palabra gráfica y exacta de autarquía, que expresa el derecho de regirse a sí mismo interiormente, sin excluir la jerarquía, impidiendo que entre la acción de una persona, sea individual o social, y su fin, se interponga otra que quiera hacer lo que ella misma puede y debe realizar sin intervención extraña para cumplir su destino.
Yo soy partidario de esa autarquía en el municipio, en la comarca y en la región; y no quiero que tenga el Estado más que las atribuciones que son propias de lo que he dado aquí hace años como fórmula, que entonces produjo algún asombro y ahora no puede producir: una monarquía representativa y federativa, que es mi ideal político.
No son tampoco las bases de Manresa el programa regionalista; y en la misma Manresa, ante muchos regionalistas, las combatí yo, sin que a nadie se le ocurriese decir que dejaba por eso de ser regionalista. Esas bases eran como una fórmula de transacción entre distintos elementos en un momento dado, y aun, entre ellos, no todos las aceptaban por completo.
Y yo las he rechazado, porque, en lo que se refiere a la representación por regiones, no por clases, no son sino una cierta reproducción, con otro nombre, del Senado de los Estados Unidos, y eso no ha sido nunca tradicional para ninguna región de España. Y si para una parte de la organización pública se acepta una fórmula a priori, no hay razón para no aceptarla en lo demás, y entonces se entrará en el camino de las Constituciones escritas, artificiales, postizas, antítesis de aquellas constituciones internas e históricas que defendemos nosotros.
Además, en esas bases se suprime una parte de la Constitución catalana, de la tradición catalana, porque se prescinde del Conde de Barcelona, que forma parte esencial de ella; y en un Estado federativo no basta que se conserven las atribuciones generales y comunes del Estado, aquellas que se refieren, por ejemplo —aparte del orden religioso—, a las relaciones diplomáticas y mercantiles, a la defensa de la Patria, la Armada y el Ejército; al Poder que pudiéramos llamar moderador, para resolver los conflictos entre las diversas regiones cuando ellas por sí mismas no pueden llegar a un acuerdo; a la tributación pública en forma, no de concierto, que ésa no es sino una transacción entre un régimen libre y otro centralista, pero suprimiendo los restos del primero, sino de una cuota proporcional de cada región de España, que, juntas con los tributos que el Estado perciba por sí mismo, constituyen la Hacienda nacional separada de la regional, en ese punto; no bastan sólo esas atribuciones, porque en las monarquías federativas puede haber intervenciones del Poder monárquico diferentes en las Constituciones regionales.
Y para deciros cuáles son, permitidme un recuerdo histórico. No por la voluntad de los reyes españoles, sino porque corrían vientos de absolutismo, que había desatado con su cesarismo la Protesta luterana en el siglo XVI, y cuando gracias a ella corría crisis mortal el sistema representativo en todas partes, lo mismo en las Dietas de Alemania, Polonia, Hungría y los Parlamentos de Inglaterra —que muchas veces se convirtieron en camarillas de cortesanos, arrastrándose vilmente a los pies de los reyes absolutos— y los Estados generales de Francia de hecho suprimidos; no, repito, por intervención de los reyes de la Casa de Austria, sino por las corrientes reinantes a la sazón en toda Europa, se desorganizaron los municipios y se abatieron las Cortes.
Lo que se pedía en las Comunidades de Castilla no era que se conservase lo que existía, sino que se restaurase lo que había existido, como se ha puesto ya a plena luz con multitud de documentos hallados por laborioso bibliotecario y publicados por un docto académico, confirmando en gran parte los juicios que sobre aquellos sucesos había formulado el P. Guevara.
Y por eso, a pesar del mal dominante, como las Cortes castellanas, aragonesas, catalanas, navarras y valencianas, expresaban la idea federativa, aun en esos tiempos llamados de absolutismo, al frente de los documentos reales se ponía siempre: Rey de León y de Castilla, de Aragón y de Navarra, Conde de Barcelona, Señor de Vizcaya y hasta de Molina, para indicar cómo en todos esos Estados distintos, al venir a formar una unidad política común —no nacional, porque ésa ya la formaban antes—, para lo que a esas diferentes Constituciones regionales se refería, tenía el Poder central personificadas en el Rey diferentes intervenciones.
Las Constituciones regionales no se pueden reformar en las Cortes comunes y generales, sino en las Cortes o Juntas de cada región, pero en el concurso del soberano, cuyas atribuciones, aparte de las generales, pueden ser distintas en cada una.
(…)
Yo, que admito el cuadro completo de las libertades regionales, y entre ellas la de conservar la propia legislación civil en lo que tiene de privativa y de particular —aunque, como sucede con el Código penal, con el Mercantil, con parte del procedimiento y con casi toda la contratación del Derecho civil, que en el fondo es romana, puede ser común—, proclamo, además, el pase foral como escudo necesario para defendernos contra las intrusiones y excesos del Estado, y reconozco también que es diferente la intervención del Monarca en el señorío de Vizcaya, por ejemplo, o en las Juntas de la Cofradía de Arriaga, de la gran Comunidad alavesa, o en las guipuzcoanas, en Cataluña, en Aragón o en Castilla; porque una cosa son las atribuciones generales que tiene el Rey como jefe del Estado común, y otra las que como Rey, Conde o Señor posee con soberanía parcial en las diferentes regiones.

Por eso, aun aquel Monarca que soléis calificar con tanta injusticia —aunque los grandes historiadores belgas, como Gachard, hayan contribuido a dignificar su figura, cambiando tan por completo el juicio sobre los hechos que hoy ya no puede afirmarse respecto de su reinado lo que antes pasaba por moneda corriente—, aquel Felipe II, que ha sido considerado falsamente como el mayor representante del absolutismo, era el mismo que, sin menoscabo de la unidad nacional ni de la política, en una monarquía que había llegado a tener un imperio veintitrés veces más grande que el de Roma, iba a Portugal, y en las Cortes de Lisboa juraba guardar las libertades y franquicias del reino lusitano; y con un rasgo de gran político y de munificente soberano duplicaba las rentas del monasterio de Batalla, erigido en memoria de Aljubarrota, para no herir en lo más mínimo el sentimiento lusitano; y era el mismo que, no como Rey de León y Castilla, sino como Rey de Aragón, en las Cortes de Tarazona modificaba los fueros en el sentido democrático que representaban, aunque no perfectamente, las Comunidades de Daroca, de Catalayud, de Albarracín y de Teruel, en contra de la aristocracia feudal, cuyos privilegios mermaba; era el mismo que reunía Cortes castellanas en Valladolid, y, ¡oh, asombro de los asombros!, señores diputados, era el mismo que iba, primero como príncipe en ausencia de Carlos I, después como soberano, ¿a dónde?: a Barcelona, a reunir Cortes catalanas. Y ¿qué hacía allí Felipe II, el absolutista, el tirano? Asombraos vosotros lo que en todo veis separatismo: leer ante los catalanes un discurso ¡en catalán y en las Cortes de Cataluña! disculpándose de no haber podido ir antes, con una disculpa hermosa, expresiva, nada más que en unos renglones; que en aquel tiempo éramos más largo en obras que en palabras, diciendo que, por las victorias de Lepanto y de San Quintín, por su casamiento con la Reina de Inglaterra, no había podido ir antes a rendir pleito homenaje a los fueros de la ciudad condal. Aquello que entonces hizo Felipe II, hoy sería tachado de separatismo; el que lo hiciera hoy sería calificado terriblemente y señalado como un enemigo de la unidad de la patria; entonces la patria estaba afirmada en el interior de las conciencias por una unidad de creencias que vosotros habéis roto, y se podía, en lo externo, aflojar los lazos sin peligro de separación alguna; que es ley de la Sociología y de la Historia que dos unidades rigen el mundo: la unidad interna de los espíritus, cuando los entendimientos están conformes en una creencia y las voluntades en la práctica uniforme de una ley moral, y la unidad externa del poder material.

Y son esas dos unidades —como decía [el marqués de] Valdegamas fijándose en uno de sus efectos, la represión diferente que producen— semejantes a dos termómetros que suben y bajan en proporción inversa; porque cuando el de la coacción externa sube mucho, es porque el de la unidad interna está muy bajo o se ha roto; y cuando la unidad interior es íntima y muy profunda, muy enérgica, la unidad externa puede en cierta manera quebrantarse, sin que por eso sufra detrimento el todo nacional; pero, si los lazos internos se rompen, si la unidad de creencias desaparece y la unidad moral se quebrante, no bastan todos los lazos externos para mantener la cohesión; entonces llega la época de los grandes centralismo que buscan la unidad externa y la uniformidad en todo. Y es que los hombres no pueden estar unidos más que por los cuerpos o por las almas; y cuando está roto el lazo de las almas, hay que apretar más, para que no se separe por completo el lazo de los cuerpos.
Referencias
Vázquez de Mella, J. (1932) El regionalismo, la pérdida ilegal de Filipinas y la alianza inglesa. En Vázquez de Mella, J. Obras completas del excelentísimo señor Don Juan Vázquez de Mella y Fanjul: Discursos parlamentarios II (pp. 218-227) (vol. 7). España: Editorial Voluntad.