Foralismo y estatismo

Alejandro Perdomo

Fuero es, siguiendo las VII Partidas, «cosa en que se encierran estas dos maneras que hemos dicho, uso y costumbre, que cada una de ellas ha de entrar en el fuero para ser firme, el uso porque los hombres se hagan a él y lo amen, y la costumbre, que les sea así como en manera de herencia para razonarlo y guardarlo, pues si el fuero es hecho como conviene, de buen uso y de buena costumbre, tiene tan gran fuerza que se vuelve a tiempo así como ley, porque se mantienen los hombres y viven los unos con los otros en paz y justicia. Y por eso tiene este nombre: fuero porque no se debe decir ni mostrar a escondidas, sino que en las plazas y por los otros lugares a quienquiera que lo quiera oír…» (libro I, t. I, lex.VIII). Así, «uso es lo que nace de aquellas cosas que el hombre dice o hace y que siguen en el tiempo y sin ningún problema» mientras que costumbre es «derecho o fuero no escrito, el cual han usado los hombres largo tiempo ayudándose de él y en las razones por las que lo usaron». El fuero debe hacerse para juzgar derechamente a los hombres por medio de las prácticas y leyes que han sido comunes, reiteradas, buenas y rectas en el tiempo.

De aquí que el fuero tenga carácter de fundamento en el tradicionalismo hispánico encarnado en el carlismo, por cuanto el fuero representa las buenas costumbres, los convencionalismos y usos de la patria, en este sentido el fuero siempre va a regirse por el bien común sin que los particularismos, o los localismos, tiendan a quebrantar los intereses comunes de toda la Patria; pues no puede haber costumbre, ley o sentencia contraria a fuero. No puede haber beneficios, bienes o frutos que deriven de la usurpación o de la explotación de otros, en tanto implican socavar la unidad orgánica de la Patria. El fuero, esencialmente, es parte de un todo. Células de un gran organismo, cada una con sus funciones particulares.

El foralismo en la América hispana alcanzó su punto máximo con la fórmula castellana «obedézcase, pero no se cumpla». Mientras que el Rey, en la península, podía tomar decisiones sin pleno conocimiento, desde la ignorancia o contra fuero, el virrey o el capitán general podían obedecer, por jerarquía, pero no cumplir porque su autonomía foral así se lo permitía y porque el no cumplir no era medio capricho, sino una decisión razonada que el virrey luego debía comunicar al monarca. El virrey, a diferencia del rey, conocía de la cosa pública en la América hispana. Un perfecto equilibrio entre lo particular y lo común. Si, por el contrario, el virrey no era eficiente; el rey podía hacer uso del visitador y de sus atribuciones reales para lograr una resolución al problema. Frente a esta tradición preestatal, hispana y católica —partiendo de que el foralismo es sólo una interpretación política del principio de subsidiariedad—, se encuentra la realidad vigente: el Estado o Estado-nación. Como Anticristo y mesías del liberalismo, el Estado se sustenta en una religión cívica y en una ideología firmemente impuesta como falsa conciencia. La crisis moderna del Estado ha tendido, por un lado, a su debilitación como modelo de eficiencia artificial y por otro, a intentar fortalecerlo en respuesta a la crisis. El Estado no nace totalitario en la modernidad pero tiene el germen del totalitarismo, que luego las grandes religiones cívicas facilitarán: el liberalismo, el comunismo, el fascismo, etcétera. El Estado no sería, en estas circunstancias, un Leviatán sino un Minotauro. Un Estado liberticida que borra la identidad, las particularidades, las libertades y los cuerpos intermedios de la sociedad. En España, un Estado en crisis llegó a aceptar una suerte de elemento foral con las Autonomías; razón por la que los nacionalismos alcanzaron cuotas de poder elevadas debido a la pobre emulación de los principios tradicionales de España. Así, el autonomismo no es fuero ya, sino un mero instrumento de descentralización federalista que va en contra del bien común y que fragmenta la Patria, dividiendo a los españoles.

El fuero llama a la personalidad, el Estado a la despersonalización. Mientras el fuero es libertad, el Estado es liberticidio y por otro, libertinaje —cuando es incapaz de controlar su propia realidad política o cuando el aparato va más allá de sus posibilidades reales—. El fuero promueve el principio de publicidad, el llamado a plazas; el fuero es participación y su contrario, el Estado, es sólo un concierto oligárquico el que, en vez de legitimidad, hay una ética democrática —en los términos de d’Ors— que pasa por legitimidad, pues el Estado en su origen ya ha roto con la distinción entre potestas y auctoritas. Une ambas en forma de soberanía, comprime la antigua división entre los dos astros —Bernardo de Claraval— bajo la égida del Estado de Derecho y fuera del Estado, no hay más autoridad; únicamente la del Estado. El Estado, aunque conserva usos y costumbres ancestrales, porque es imposible pisotear lo que por siglos ha estado en movimiento, tiende a neutralizarlas y a imponer otras; así, el Estado crea sus propios usos. No es el pueblo, el tiempo y el contexto el dador de usos, no es la naturaleza ni en absoluto, el Todopoderoso, sino el Estado y sus legisladores. El Derecho se confunde con la legislación y las libertades, con concesiones de la máquina estatal. Cuando los ideólogos del Estado no logran endiosarlo aún más —el Deus mortalis de Hobbes—, terminan por degenerar en el estatismo o estatalismo —planteándolo como un estatismo filosófico, similar al del positivismo y no al estatismo como tendencia política o administrativa a una intervención profunda— y haciendo de este, una máxima. ¡No es suficiente lo que hace el Estado, tiene que hacer más! o el aspirar, como los bolcheviques, a construir un Estado como si el de los zaristas no era el mismo de ellos; más bien, aspirar a fortalecerlo e inmortalizarlo aún con el carácter perenne y temporal que tiene. Abrazar el foralismo no es la anarquía, no es la superación de lo político ni es el gobierno de las cosas por la administración de las personas sino un paso para regresar al orden católico, una revuelta contrarrevolucionaria contra lo impuesto; es buscar el Reinado social de Jesucristo, la pureza de su credo y amar, por sobre todas las cosas, a Dios y a lo natural; reivindicar nuestros usos y costumbres, lo que por siglos ha sido nuestro y no cortar nuestras raíces, sino promover que el árbol crezca y que siga enraizándose. La muerte del Estado, y no así de la política —que es común a los hombres—, pasa por las costumbres y no tirándose por el abismo, renunciando a ellas.

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