Paolo E. Regno

Celebran hoy las masas el cumplimiento de doscientos años de haberse declarado la independencia de Panamá. «Bicentenario» le llaman, y las autoridades gubernamentales hablan de un pacto en el marco de dicho «bicentenario». Sólo es propaganda momentánea y desafortunada, considerando que teníamos entendido que la constitución de esta pequeña república ya era nuestro pacto social, pero no debemos de sorprendernos. Esta «carta magna» como se le suele llamar, ha sido pisoteada y descartada por los mismos que prometen sostenerla (cosa de sobra evidente en estos tiempos de «emergencia nacional»).
En este contexto, es de esperar la indiferencia y el espíritu del carpe diem de vivir el momento por parte de la turba, que busca festejar un día más y ni siquiera le interesa saber qué aconteció hace dos siglos.
Aunque nuestra patria primera sea el Cielo, como enseña Santo Tomás de Aquino, no tenemos porqué despojarnos en esta tierra de aquélla identidad que estuvo al servicio de la Santa Madre Iglesia, que fue la Monarquía Católica. Especialmente si la alternativa que sucede tras las independencias deja de ser propiamente christianitas, dando lugar a una suerte de sociedad pagana moderna que se fundamenta en la soberanía popular y en la propia patria terrena como el nuevo fin, quitándole a Dios los derechos que le corresponden en las sociedades humanas.
Se alega que una proporción del clero panameño apoyó la independencia de España. Incluso, el que era obispo de Panamá cuando se redactó el acta de independencia, José Higinio Durán y Martel, fue uno de los firmantes. Sin embargo, el Romano Pontífice Pío VII redactó una carta encíclica en el año de 1816, cinco años antes de independizarse nuestro Istmo, dirigida al clero de América exhortando a la fidelidad y obediencias debidas al monarca (cabe mencionar que es incoherente denominar «lefebvristas» a ciertos sacerdotes y seglares por una aparente desobediencia y, al mismo tiempo, ignorar convenientemente que la voluntad del Papa fuera desoída por algunos obispos americanos en aquél tiempo).
Es correcto afirmar que no estamos hechos para este mundo sino que caminamos un tiempo en él. No obstante, Dios no nos hizo seres aislados en esta vida terrena. Desde la antigüedad se ha sabe que el hombre es un animal social, un animal político, es decir, que tiende a agruparse en las polis, en comunidades, en ciudades. Quiso Dios darnos una familia y un conjunto de familias que llamamos patria, y a la patria le debemos una virtud especial, la pietas. (La piedad según Santo Tomás se asemeja a la justicia, salvo en un aspecto: mientras que en la justicia se retribuye en justa medida, en la piedad, la retribución nunca compensará por completo el bien recibido).
Tenemos obligaciones personales para con la Iglesia, pero también las hay para con la patria y la familia. Y sin principios firmes, corremos el riesgo de permitir que facciones heterodoxas como el paleolibertarismo o el comunitarismo se lleven el voto católico y lo usen para su propio crecimiento, sin deseo alguno de convertirse y obedecer a la doctrina social de la Iglesia.
Es menester que mediante la política, ante todo, se perfeccione la virtud de los ciudadanos. El llamado «éxito económico» es secundario y está lejos de ser el fin último de la política y de la economía. El hombre en este mundo se vale de la propiedad y de la riqueza para darse sustento mientras realiza su caminar hacia la patria celestial. Si para alcanzar el bien común es necesario sacrificar un poco tal «éxito económico», hacerlo sería la acción correcta.
La cristiandad, lejos de ser redundante e innecesaria, no fue ni es una distracción de nuestro fin último en el Cielo. La cristiandad es una prefiguración del orden divino, es una manifestación del deseo del hombre de reunirse con Dios. En palabras del profesor Frederick Wilhelmsen: «Aunque el rey o el emperador no recibía ningún sacramento nuevo cuando se coronaba, el rey sí recibía un sacramental. Su juramento a las leyes del país y a la justicia no era simplemente un contrato entre el mismo rey y sus súbditos. Al contrario, era un contrato dentro del cual figuraba Dios y su gracia. El orden político así como el orden social pertenecían al orden de los sacramentales. El cielo se mezclaba con la tierra a fin de bendecirla y el tiempo se absorbió dentro de la Eternidad.»