Desliturgización o banalidad del bien

Nicolás Ordóñez y Reyes

La exaltación del carácter supone la exaltación de lo coincidencial; pues ha sido la Providencia aquella que ha dado a los hombres facultades particulares que no pueden reclamarse en otros. Aquellos hombres que mejor expresan su oficio en la música, no pueden ser comparados con aquellos que lo han hecho en la escritura, por ejemplo, o en la ocupación con las leyes. Ciertamente podremos deducir lo virtuoso en aquel que nos impresiona con su técnica pero, bajo ningún concepto, podremos decir que este carácter le hace más valioso que aquel que no posee fortaleza a la hora de hacer manifiesta una habilidad. Y es, por esto mismo, irresponsable considerar que el carácter ha de consistir en el interés predominante a la hora de comprender cuán espiritual es una persona; pues aquello poco dice sobre la realización espiritual a la que todos los hijos de Dios hemos sido llamados. 

Antes que el carácter –incierto y ajeno a nuestra decisión– debe interesarnos si una persona ha podido llegar a desarrollar una auténtica personalidad. La personalidad, como bien lo ha señalado Dietrich von Hildebrand, es la realización de todo aquel que ha logrado encontrar la madurez espiritual, y que por ello se encuentra en conexión con el mundo de aquellos valores atemporales y en contacto directo con Nuestro Señor –los valores son, para el filósofo austriaco, aquellas ideas puras que necesariamente toda persona reconoce como buenas y sujetas al Bien Último al que se debe aspirar, es decir Dios–. Una personalidad es, pues, carente de una dotación particular en una persona, sino que es posible que sea desarrollada por toda persona, independientemente de su capacidad y naturaleza. Lograr la personalidad no es más morir dentro de nosotros mismos y permitir que Cristo viva en nosotros; sin significar esto, por supuesto, que nuestros rasgos distintivos perezcan en el proceso. Desarrollar una personalidad, para ponerlo en términos sucintos y algo jocosos, no es más que desarrollar el organismo espiritual que poseemos todos los hombres en virtud del bautismo. Es por este medio que podemos discernir las raíces de toda la santidad, y ciertamente podemos decir que toda persona pía es reconocida por nosotros gracias a la personalidad que ha podido desarrollar. 

Varias son las formas en las que las personas podemos desarrollar tal personalidad, pero la Santa Liturgia será siempre el mejor medio para lograr este cometido, ya que esta nos ha de dar las herramientas necesarias para descubrir la reverencia y la propia noción de la eternidad. El sacrificio sacramental nos ubica en un abandono del mero «yo» para descubrir el contacto directo con Cristo, y que este sea aquel que habite en todo nuestro ser. El llamado de la liturgia es el llamado a comprender la existencia de los valores, y el recordatorio inmediato de que nuestra vida ha de consistir en aquella búsqueda inacabable, con reverencia, sensatez y poder de discernimiento. Ciertamente el desarrollo de la personalidad no es un don que brinda la liturgia de forma inmediata a toda persona; especialmente a los insensatos o a los distraídos de buena fe. Pero su mera presencia ha sido la gracia que Nuestro Señor nos ha dado para llegar a él. Hemos de recordar que nuestra naturaleza es imitativa, y que en semejante actuar no sólo reconocemos que los actos humanos son entendibles desde esta lente de la constante imitación; y también se comprende que el llamado de los hombres implica una necesidad por siempre imitar a Cristo. A la postre un hombre que ha desarrollado una personalidad es consciente de que siempre debe buscar a Cristo, y que este valor, y este bien, es aquel que lo dirige en su vida diaria. 

De esta forma es entendible que la liturgia sea una necesidad en nuestra vida. Los seres humanos necesariamente son hombres liturgizados o, si se quiere, hombres litúrgicos; pues es aquella liturgia la que le da sentido al bien que todos teleológicamente buscamos en nuestra existencia. Sin liturgia poseemos pocas herramientas que nos permitan desarrollar personalidad, por lo que la desliturgización del hombre, y consecuentemente de la sociedad, constituye un problema de gran significado para el correcto funcionamiento de nuestras vidas. Pero así como la desliturgización supone un problema, es necesario reconocer que este asunto es aquel que ocupa a las sociedades modernas que se caracterizan, justamente, por sufrir un proceso de desliturgización y una consecuente banalización del bien. 

No es gratuita la sentencia con la que comienza el presente artículo; pues la veneración del incierto carácter se considera, en la sociedad presente, el comienzo de todo desarrollo moral. Si se conoce a una persona determinada, que muestra una fortaleza aleatoria, se exalta sin  cuidado particular e inmediatamente es considerado digno de imitación. La búsqueda de lo auténtico es, nada más y nada menos, que la forma espontánea de expresar actitudes sin ningún compás con el fin de destacar, y, al destacar, será necesariamente una nueva regla de medición de aquellas cosas que son consideradas como «buenas». No existe en la sociedad moderna liturgia, porque en su lugar han surgido pseudoliturgias, que sólo sirven como cámaras de eco en las que se perpetúa la glorificación de la buena suerte de aquello que ha logrado sobresalir. Sociedades enteras se han fundado en este principio de la incertidumbre: la propia idea fantasiosa –y falsa– de la «civilización occidental– no es más que el reconocimiento de una serie de principios y valores que a lo largo de un tiempo determinado se han impuesto en un espacio geográfico y que, por esto mismo, se han de considerar como «buenos»; pues su «autenticidad» está dada de suyo, al no ser encontrada de forma similar en otra parte del mundo, sin trascendencia alguna que sea razonablemente defendible. 

Las sociedades que veneran al carácter logran incluso banalizar todo aquello que realmente es bueno para el hombre de tal manera que sólo buscan usarlos con el fin de formar esa anhelada autenticidad que hoy sin sosiego se busca. Aparecerán incluso, en esta sociedad ruin, personas que reclamen a la Tradición como un elemento bueno y a rescatar, pero detrás de esta atractiva proposición no hay nada allende el engaño, pues aquellos sólo la ven como un medio para reforzar el aleatorio carácter, sin miras a Dios, sin miras a la verdadera personalidad, y sin un interés en imitar a Cristo, sino imitar a quienes se han destacado en un mundo que vende la ausencia de certezas y la certeza de lo inocuo. No existe liturgia recuperable en esta sociedad, pues lo más cercano que haya a ella sólo cumplirá una función temporal sin miras a lo eterno; sólo será útil en cuanto esa idea preponderante del «bien» tenga validez; luego desaparecerá para ser sustituida por otra pseudoliturgia que se adapte a la nueva percepción del bien que haya entrado en escena. ¿Qué «bien» ha de esperarse de una sociedad que constantemente cambia la forma en la que evalúa aquello que es necesariamente bueno? ¿Qué «bien» hay en un bien que sólo es obedecido por el mero interés propio y sumido en las relativizaciones? Nada, aparte de un bien banal que sólo es «bueno» en cuanto sirva al interés del momento. ¿De qué sirve ser bueno? De nada sirve, porque incluso, en esa sociedad el obrar «bien» no se hace en nombre de lo bueno y lo eterno. 

Si los problemas actuales de la sociedad han de resumirse en una sentencia, que esta sea que los hombres no poseen nada que los ate al bien, ni disponen de medios reales para hacerlos, y que por eso mismo el bien no nada, aparte de una banalidad a la que se le otorga un temible significado de gran importancia.

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