
Hace ochenta y siete años que Juan María Roma publicó su Álbum histórico del carlismo (1833-1933-35) como parte de la conmemoración de su primer centenario, que se cumplió en 1933 bajo el reinado del Augusto Señor Don Alfonso Carlos de Borbón. Libro del que el sitio web de la Comunión Tradicionalista ofrece una más amplia presentación aquí.
En su notable y meritoria obra, Roma recoge algunas ilustraciones y anécdotas del recordado don Manuel Ignacio Santa Cruz —el Cura Santa Cruz— quien tras la Tercera Guerra Carlista emigró del Viejo Mundo, se asentó en nuestras tierras y, cerca de Pasto, fundó San Ignacio, donde murió leal al Rey Don Jaime III, hijo del gran Carlos VII, cuyos derechos defendió con tenacidad en la Península.
Debido a la importancia que para la causa carlista y para el tradicionalismo de este Reino tiene su figura, transcribimos del Álbum el artículo dedicado al Padre Loidi (pp. 244-248), al «padre santo», como lo recuerdan sus «hijitos» de San Ignacio:
Hemos leído tanto y tanto, escrito por autores de derecha, sobre el Cura Santa Cruz, que por lo diferentes en apreciar sus hechos y su conducta con respecto a los que fueron sus superiores o sus jefes militares, no queremos inclinarnos a favor de ninguno de los que han querido, o han pretendido ajustarse a la verdad.

Todos los carlistas saben que el P. Santa Cruz, después de la guerra carlista, entró en la Compañía de Jesús. Años después, fué enviado a las Misiones de América, donde demostró, durante muchos años, un celo extraordinario por la gloria de Dios. Jamás dejó de suspirar por el triunfo de la Causa Carlista, como lo demuestra la carta que en fecha 23 de marzo de 1926 dirigió desde Colombia a D. Francisco de P. Oller, representante de D. Jaime en Buenos Aires, en la que le decía:
«… Cuando S.M. Don Jaime de visita en Bogotá, me envió su retrato con dedicatoria, que tanto agradecí. Para manifestarle mi gratitud, le contesté, haciendo votos por su salud y por su triunfo… Hoy cumplo 84 años …»
No vamos aquí, pues, a hablar por nuestra cuenta del célebre jefe carlista y celosísimo Misionero jesuíta. Que hable la prensa liberal y los liberales.
Decía «El periódico para todos», de Madrid en 7 de mayo de 1873:
LA INSURRECCIÓN CARLISTA EN EL NORTE
Hemos prometido a nuestros lectores en la revista anterior darles algunas noticias biográficas del Cura Santa Cruz, y vamos a cumplir nuestra promesa.
El renombrado cura no tiene más que 42 años, y es de mediana estatura, ancho de espaldas, es sumamente nervioso y robusto.
Sus cabellos son largos y negros. Sus ojos tienen una expresión de audacia y vivacidad extraordinarias.
Tiene la barba muy poblada.
Enérgico y de una actividad notable resiste fácilmente las mayores fatigas, y según se asegura puede hacer sin mucho cansancio una jornada de veinte leguas.
Nacido de humilde cuna, debe su carrera a la caridad, y era antes de militar en la facción, cura de Hennialde [sic], pueblo inmediato a Tolosa.
Muy conocido por sus opiniones carlistas, se ocupaba hace dos años en hacer penetrar armas en España y en establecer en varios puntos de Guipúzcoa depósitos de municiones.
Arrestado en el momento que salía de su iglesia, en la cual acababa de celebrar el santo sacrificio de la Misa, rogó a los soldados que le acompañasen a su casa a fin de pudiera tomar chocolate.
Accedieron los soldados a su petición, y algunos momentos después Santa Cruz saltaba por una altísima ventana, huyendo a Francia con toda felicidad.
Al estallar la insurrección de 1872, fué uno de los primeros que penetraron en España, alistándose como simple soldado en la partida de Recondo.
Una de sus principales hazañas, ha sido el copo de un convoy de armas y municiones, cogido entre Vergara y Mondragón.
Santa Cruz entiende algo de medicina y cirugía, y se dedica con frecuencia a asistir a los heridos carlistas.
Su valor, y más que esto sus crueldades le han dado una inmensa reputación, y su cabeza ha sido puesta a precio.

En la actualidad manda 900 hombres perfectamente uniformados y disciplinados, los cuales en los momentos de peligro están habituados a disolverse para reunirse en breve en un punto determinado. Santa Cruz sólo obedece las órdenes de Lizárraga.
Sumamente desconfiado, y temiendo que algunos de los que están a sus órdenes lo entreguen a fin de tener derecho a la suma en que está pregonada su cabeza, tiene una guardia de cuarenta hombres que son los únicos que le inspiran confianza.
Cuando duerme, que es poco, coloca a su lado dos centinelas de su guardia, y no come jamás viandas confeccionadas expresamente para él, sino del rancho que le da a su partida.
En vez de pan, come unas tortas del tamaño de la palma de la mano, las cuales amasa un hombre del cual nada tiene que temer.
Santa Cruz no olvida nunca que su cabeza está valorada en 40.000 reales.
Otro sacerdote, llamado Santos Ayala, acaba de lanzarse también al campo, mandando otra partida carlista de 64 hombres, la cual huyó perseguida hacia San Clemente del Valle.
Nosotros, a fuer de liberales y adictos al actual régimen, no podemos dejar de censurar con la mayor dureza a los que, llamándose representantes de un Dios de Paz, se lanzan a estas luchas sangrientas.»
Torcuato Isaura.
Por su parte, el diario liberal «Ahora», con reproducción de los sitios en donde principalmente había operado el Cura Santa Cruz, publicaba el siguiente reportaje al dar conocimiento de su fallecimiento agosto de 1926.
EL CURA SANTA CRUZ
Un accidente
Desde final de junio de 1872, en que comienzan a reunirse, hasta principios de agosto, los guerrilleros de Santa Cruz andan corriendo la tierra y reclutando gente, sin tener ningún encuentro importante con las tropas liberales.
En agosto libran la primera acción y la ganan; sorprenden un convoy de armas que va de Mondragón a San Sebastián, ponen en fuga la escolta y se apoderan de cincuenta fusiles y de cuatro cajas de municiones.
Pero después del combate, mientras comían, a uno de los voluntarios se le disparó el fusil y la bala fué a herir en una mano a otro voluntario; al apodado «Larría».
Sus compañeros le hicieron una cura de momento como buenamente pudieron y luego Santa Cruz, se fué con él a llevarlo a un caserío de confianza, para que lo asistieran bien.
La partida se quedó escondida en el monte, por el puerto de Kanpáuzar.
¡Cazado!
Volvía el cura de dejar a «Larría» en su refugio, cuando en un barranco se encontró de manos a boca con una columna de soldados liberales.
No les dió tiempo más que para entreverlo.
Brincó, brusco y ágil, como una alimaña sorprendida de pronto por los cazadores, y echó a correr.
Pero no había corrido más que unos metros cuando súbitamente se quedó en medio del barranco inmóvil, mirando con ojos espantados hacia adelante: era que venía a su encuentro un destacamento de miqueletes.
No había escape.
Que lo cogieran las tropas liberales de línea, equivalía para el guerrillero a un juicio sumarísimo y el fusilamiento en un plazo de cuarenta y ocho horas.
Que lo cogieran los miqueletes, que tenían con él muchas cuentas pendientes, representaba la muerte inmediata sobre la marcha.
Se decidió por entregarse a las tropas de línea.
Giró otra vez sobre sus talones y, siempre corriendo, perseguido por los miqueletes, que lo habían reconocido, se fué hacia las tropas que encontró primero.
Iba vestido de campesino, con una blusa corta, a cuadros, alpargatas y boina. Al ser detenido por los soldados los miqueletes llegaban ya gritando:
¡Es Santa Cruz!… ¡Es Santa Cruz!
Y lo rodearon furiosos, zarandeándolo, dándole empellones y culatazos, increpándole…
El jefe de la columna acudió rápidamente a imponer orden.
―Este prisionero es mío.
Lo sacaron del círculo de iracundos miqueletes, lo ataron bien y entre soldados con la bayoneta calada le hicieron echar a andar, camino de Aramayona.
Al llegar al pueblo la columna con el prisionero, las gentes salían a las puertas de sus casas a verle.
Santa Cruz divisó entre los curiosos al párroco.
―¿Crees que me fusilarán? ― le preguntó en vascuence al pasar por su lado.
―Estate seguro ― le respondió el párroco.
Primo de Rivera prepara una fiesta
Le encerraron en uno de los cuartos del pisoalto del Ayuntamiento de Aramayona. Día y noche, un centinela, con su fusil al hombro, estabajunto a él. A la puerta montaba la guardia un piquete. Todas las habitaciones estaban llenas de tropa, y pared por medio de la sala que le servía de encierro se alojaba la plana mayor de la columna.
El jefe envió aviso de la captura que había hecho a su general, don Fernando Primo de Rivera que estaba en Vitoria.
La noticia produjo una gran alegría a Primo de Rivera y a su Estado Mayor.

Santa Cruz, poco antes de morir ―el 6 de julio de 1926― contó a un colaborador de la revista madrileña «Razón y Fe» cómo le capturaron, lo que le ocurrió en su prisión de Aramayona y cómo se escapó. En ese relato ―publicado en «Razón y Fe» el 10 de noviembre de 1926― asegura que Primo de Rivera, al saber que estaba preso, empezó a convidar a sus amigos a «una gran fiesta en Aramayona».
―¿Qué fiesta? ― le preguntaban.
Y el respondía:
―El fusilamiento de Santa Cruz.
A poco de estar encerrado el cura recibió la visita de un colega que, por encargo de las autoridades militares, iba a confesarle.
Este sacerdote no tenía, por lo visto, la brutal franqueza que el párroco y procuró animar al prisionero.
―Tal vez no le maten… ― le dijo.
Pero Santa Cruz no se hacía ilusiones.
―¿Qué dices?… ― le respondió encogiéndose de hombros ―. ¡Estos me fusilan de seguro!…
―Yo ―explicaba él en esas confesiones publicadas en «Razón y Fe»―, yo tenía como cierto que me iban a fusilar, pero no por eso perdí el pulso. Yo nunca perdí el pulso en la guerra ni en los peligros―. Por eso pensaba cuanto podía en escaparme…
Proyectos de fuga
Algunos de los centinelas que turnaban guardándole no lo trataban con mucho afecto. El habla en su relato de un soldado andaluz que, mirándole con aire burlón, le decía de cuando en cuando:
―Se nos escapó, ¿eh?… Ahora no se nos escapa…
El cura le contestaba:
―¡Qué le vamos a hacer!
En cambio, otro soldado castellano se compadecía de él:
―Me da pena… ― murmuraba ―. Tengo pena de usted…
De fuera también le llegaba alguna muestra de interés.
Un día un campesino se plantó frente al balcón de la sala en que estaba, y en un momento en que lo divisó tras los cristales se soltó rápidamente la faja, hizo ademán de atarla al balcón y luego de agarrarse a ella y de saltar a la calle.
En seguida desapareció.
―Yo, decía Santa Cruz en su narración ― me sonreí, entendiendo lo que me quería decir. No necesitaba yo que él me enseñara a huir.
Pensando en mi huída, dije en presencia del soldado a la señora que me traía de comer que me preparase cierta bebida para adormecer a los centinelas.
Esto se lo dije sin que el soldado se diera cuenta de lo que se trataba, porque hablábamos en vascuence.
La señora me respondió:
―No piense en eso, don Manuel; no se puede hacer nada.
El soldado andaluz me molestaba no poco con su cantinela:
―Se nos escapó, ¿eh?… Ahora no se nos escapa…
El soldado castellano, en sus ratos de guardia, seguía tratándome con cariño.
Una vez mirando al balcón, dijo:
―Por ahí se podría escapar uno… Pero necesitaría ser muy listo…
Yo no era muy listo, pero me escapé.
Un soldado compasivo
―Viendo… sigue contando Santa Cruz ― que no era posible pensar en adormecer a los centinelas con alguna bebida, tuve que pensar en otras cosas.
Me ocurrió fingirme enfermo con muchos dolores de cabeza. Mostraba este dolor con ayes y dando vueltas en la cama y en la silla.
Entonces volvió el andaluz con su música:
―Con que se nos escapó, ¿eh?… Ahora no se nos escapará…
Para alivio del mal de cabeza pedí un pañuelo empapado de vinagre. Me lo trajeron y me lo até a la cabeza.
Después me ocurrió pedir alguna bebida que me ayudase a tener vómito. Así que a los dolores de cabeza fingidos junté vómitos verdaderos con muchas demostraciones aparentes de malestar.
Con todo eso conseguí que algún centinela distinto del andaluz me diera permiso de salir al balcón a respirar el aire.
Estábamos ya en el 11 de agosto, cuando Primo de Rivera preparaba el viaje a Aramayona para «la fiesta» anunciada.
Por la noche fingí un rato de sosiego en mis dolores y vómitos. Entonces empecé a hablar con el centinela. Como no era el andaluz, conversé con confianza y también el soldado me mostraba afecto y confianza. En la conversación le pedí el fusil para examinarlo.
Yo lo miraba por todos lados, por arriba, por abajo, y lo alababa. Decía:
―¡Qué buenos fusiles!… ¡Si nosotros hubiéramos tenido de éstos!…
Mientras hablaba así, lo inspeccionaba, y ví que no estaba cargado. Se lo entregué y pronto volvieron los dolores de cabeza y los vómitos.
Los oficiales entretanto se divertían pared por medio de mi prisión, tocando sus instrumentos músicos. Todavía me acuerdo de las piezas que tocaban.
El salto
Bastante entrada la noche, pedí al soldado permiso para salir a respirar el aire fresco al balcón. Me lo concedieron sin dificultad, compadeciéndose de mis males. Entonces até al balcón el pañuelo que llevaba puesto a la cabeza.
Entré de nuevo, siempre mostrando mi mucho malestar.
Salí otra vez y ahora até al pañuelo una blusa.
Sería entonces eso de las once de la noche. Ya no se oían los instrumentos de los oficiales; por las calles no se sentía nada: todos estaban acostados.
Entonces me dije: «O ahora o nunca».
Volví a entrar con mis muestras de dolor y me acosté y aparenté estar sosegado un momento… Inmediatamente un gran vómito con unos apuros horribles.
Salí corriendo al balcón, como si fuera a vomitar sobre la calle, y volviéndome desde allí al centinela, le dije:
―Mira… Me veo en un apuro… Aquí…
―No, no; ahí no… ― respondió él.
―Pero yo resueltamente le repliqué:
―¡Cómo no!… Tú mira a la puerta para que no entre nadie…
Obedeció el soldado. Volvió la cabeza… Yo entonces di un tremendo brinco y caí a la calle…
Caí de pie, y como al tirarme me había agarrado a la punta de la blusa que antes había atado con el pañuelo al balcón, el golpe fué pequeño; la blusa y el pañuelo sirvieron para detenerlo.
En seguida sentí al soldado echando interjecciones. De seguro que cogió el fusil.
En el río
Yo apreté a correr, y en seguida que salí del pueblo me dije: «No tengo que ir lejos; cerca me tengo que quedar.» Y me metí en el río.
Por él anduve hasta que encontré un buen rincón cerca de la orilla y allí me agazapé.
Muy pronto empecé a sentir las carreras de los caballos, los ladridos de los perros, los pasos de los hombres por entre los maizales. Y todo muy cerca de mí.
Yo estaba allí metido en el agua todo el cuerpo; sólo dejaba fuera la boca para poder respirar. Si me hubiera sido posible, ni eso hubiera dejado fuera.
Así estuve desde las doce de la noche…
«Yo no sé si eres carlista…»
―A eso de las once de la mañana continúa contando Santa Cruz ― ya no podía resistir el frío y pensé en salir del agua.
Me puse de pie y me dije: «El primero que ahora vea tiene que ser para mí el ángel de la guarda.»
En seguida ví entre los maizales un campesino y le hice señas con la mano para que se acercase.
Debió de pensar que yo era algún pescador, porque estaba desnudo de la cintura para arriba; como el color blanco de la camisa podía resaltar en la obscuridad, debajo del agua me la había quitado y la había tirado.
Cuando estuvo cerca el campesino le dije:
―Yo no sé si eres carlista o liberal: eso me importa poco. Lo que me importa es que me salves, que seas mi ángel de la guarda…
En seguida me conoció y me dijo:
―No se mueva de ahí, porque si no está perdido… Ya está puesta a precio su cabeza… Está todo lleno de guardias; todos los puntos están cogidos… Quédese ahí hasta que venga yo…
Allí me quedé, esperando lo que dispusiera aquel buen hombre.
Se fué a su casa, y para guardar mejor el secreto no quiso contárselo ni a su mujer… Cogió un par de huevos crudos para que me alimentara, y una elástica para que me abrigara un poco; vino a traérmelo y me indicó que siguiera allá quieto hasta el anochecer.
El salvamento
Al obscurecer volvió con otro campesino. Me trajeron ropa; me la puse y echamos a andar, yo entre ellos…
Pasando por un camino algo desviado del pueblo entramos en el monte. Caminamos hasta llegar al caserío de Larrañaga, donde me hicieron entrar.
Allí me cuidaron como mejor pudieron. Los jóvenes tornaron posiciones para custodiar las avenidas. La casera se puso a preparar tocino frito para mi alimentación. Otro casero bastante joven me estaba curando los pies. El más anciano, un anciano venerable, de pie con los brazos cruzados, me miraba sin hablar.
Me parecían todos ellos unos ángeles del cielo.
El más viejo, por fin me habló. Y me decía:
―Anoche, don Manuel, estábamos pensando en usted, y decíamos : «¡Si pudiéramos ayudar a don Manuel!…» No podíamos hacer nada y rezamos el rosario por usted…
Un buen rato estuve allí en aquel caserío. Nunca me olvido de aquella gente… Luego me llevaron por los montes a una cueva que está en la Peña de Amboto. Es un sitio donde no pueden entrar ni las zorras. En aquella cueva me pusieron cama blanda. Estuve muy bien. Un pastorcito venía todos los días tocando la flauta, como si fuera a guardar el ganado, y me traía de comer.
Después de tres días me puse en camino para Francia, hasta otra vez…»
Vicente Sánchez-Ocaña.