Dicen ser monarquías

Alejandro Perdomo

Es el pensamiento popular en todas las naciones y los pueblos, incluso en los que son profundamente monárquicos, que las monarquías persisten aún, sin distinguir entre las formas históricas y el simulacro actual de monarquía, que es la forma de gobierno más duradera y estable o en su defecto, el más retrógrado por representar vestigios del antiguo régimen. Son diversas las opiniones, no entraremos en el análisis de las posibles variantes porque no es éste el propósito de este texto. Retomando la idea, existen pueblos no monárquicos, surgidos de los restos de una monarquía, como son las Españas que hoy, convertidas en repúblicas[1], desprecian la tradición monárquica mientras que en Europa hay todavía naciones que tienen simulacros de monarquía, con algo más que unas pocas prácticas y ritos conservados para no lapidar por completo la monarquía. Entre estos puede incluirse a Inglaterra y mismamente a España, naciones que siguen llamándose a sí mismas Reinos y a cuyos gobiernos, pese a que el rey no ejerce ninguna potestad, también denominan monarquías. Sus pueblos son monárquicos porque el devenir histórico los hizo tener un amor profundo por sus reyes[2], aunque éstos sean, como se llamó a sí mismo Federico II de Prusia, los «primeros servidores del Estado»[3].

Hay que distinguir algunos términos para llegar al diagnóstico de la cuestión y canalizar todas las energías intelectuales en desentrañar el embrollo monárquico. Primero, hay que definir lo que es un teatro de monarquía (que no sirva esto para confundir al lector, haciéndole pensar en el teatro monárquico de Pedro Portocarrero y Guzmán) o, mejor dicho, un simulacro de monarquía. Podemos definirlo como una forma política estatal que conserva elementos o contenidos culturales, sociales y políticos asociados al modelo monárquico[4].

En lo cultural, lo que concierne a ritualidad y ceremonias. En lo social, a la conexión que todavía tiene el pueblo con el rey y en lo político, dependiendo el caso, a la forma de gobierno democrática (porque los Parlamentos ejercen esta función, sobre todo cuando se nombra a un Primer Ministro o a un Presidente) o en la constitución política, aunque con un carácter más o menos centralizado, en Reino (por lo que ya no hay pluralidad de reinos, algo de esto conserva el Reino Unido pero no en su totalidad)[5]. Inglaterra tiene un carácter parlamentario, por lo que el rey carece de potestades reales y sólo ejerce, a lo sumo, una suerte de autoridad a raíz del origen tradicional de la monarquía y del apego del pueblo a la Casa Real. Pero, en sí, no hay gobierno monárquico; tal cosa no existe, incluso una república presidencialista tiene una forma de gobierno monárquica mucho más marcada[6].

Monarquía, en su conceptualización como forma de gobierno, significa el mando de uno; y a los fines de diferenciar, porque Monarquía puede indicar lo coronado y hereditario, se ha intentado hablar de Monocracia[7]. Según el criterio clásico, una monarquía en sentido estricto tendría que ser la decisión en manos del monarca (es fundamental entender que esto no se refiere al absolutismo, ni al Derecho divino de los reyes; sino a la potestad regia en figura, valga la redundancia, del rey) y el mando no estaría compartido, lo cual no necesariamente significa que el mando (la potestad) no esté regulado o haya cuerpos, estratos y obstáculos jurídicos que limiten la figura del rey. La Monarquía Absoluta, refiriéndonos al modelo del Renacimiento y no a la atribución o mando vista desde la teoría aristotélica, transforma la teoría política del Medioevo a los fines de que el rey, en pleno ejercicio de todo su poder, pueda concentrar todos los poderes y pronto la autoridad, justificando la soberanía del rey como lugarteniente de Cristo. El rey, según la noción católica de la monarquía, no es quien tiene la soberanía porque la soberanía corresponde a Dios; tanto Bodino como Hobbes alteran esta fórmula, No obstante, es complicado discernir si se trata o no de una tiranía. No necesariamente tiene que serlo, considerando que el tirano es aquel que vela por su beneficio personal, en contra del bien común.

Hablar de monarquías, al día de hoy, se vuelve un desafío porque como dice d’Ors: «las monarquías actuales han quedado acopladas a las democracias, hasta el punto de verse privado el monarca de la potestad real, aunque aparezca con el título de “Jefe de Estado”, propio de los Estados republicanos»[8]. El jurista Danilo Castellano se pregunta lo siguiente:«¿no es quizá la monarquía “moderna” (sea absoluta, constitucional o parlamentaria) una forma de República entendida ésta como el régimen en que se codifican algunos principios, sobre todo el de libertad (esto es, el reconocimiento a la búsqueda de la felicidad puesta en cualquier determinación del individuo) y el de igualdad (entendida en el sentido ilustrado y formal de sumisión a la misma ley)?»[9]. Queda claro que se presenta un desafío a la hora de definir estos modelos modernos, cada vez más separados de lo que alguna vez fue la monarquía en toda su plenitud. El aspecto fundamental de la monarquía, que es la legitimidad, no está presente en los simulacros de monarquía, en las ya mencionadas repúblicas coronadas en las que el monarca es, pues, un jefe de Estado. Primero, porque la soberanía es del pueblo; segundo, porque ese pueblo es quien se reserva, al menos en la teoría, dar atribuciones y potestades que, al final, radican en las oligarquías parlamentarias y no en el rey, que es un mero funcionario estatal con un fin museístico. La legitimidad proviene únicamente de Dios, la legitimidad es Derecho natural. Por ejemplo, hay hijos legítimos porque estos son naturales, concebidos en matrimonio cristiano. De la misma forma, el padre es legítimo porque ha sido imbuido de esta autoridad patriarcal por Dios; sobre su mujer y sobre sus hijos. Sobre su madre, incluso. El rey, que es el paterfamilias de todo el pueblo, es gobernante porque ha sido entronizado por Dios y porque de acuerdo a la ley divina, y a la razón natural[10], es hijo legítimo; su sangre le legitima por el origen y los hechos, el gobierno, le legitiman por el ejercicio[11]. Veámoslo de esta manera: el rey de España no tiene legitimidad de origen, pues ha sido una casa noble impuesta por Franco en calidad de caudillo y mandatario de España, ha sido el poder de las leyes; la voluntad soberana, la decisión del soberano. Seguido, no tiene tampoco legitimidad de ejercicio porque su posición como monarca no le confiere, en absoluto, ninguna función tradicional. No gobierna, no representa al pueblo y con su marcado desafecto a la ley divina[12], no es digno. Sólo el hecho soberano, su sujeción a las leyes del régimen realmente existente, lo mantienen como un rey a la moderna usanza; esto es, un funcionario estatal. Álvaro d’Ors señala que el problema central de la modernidad es la «pérdida de legitimidad», puesto que «la legitimidad despersonalizada se reduce inexorablemente a una pura legalidad: la legitimidad convencional de las normas legales»[13]. Ni más ni menos.

En su Nueva introducción al estudio del derecho, el profesor Álvaro d’Ors (que hemos citado hasta el hartazgo, notable es su erudición en teoría política) llega a la siguiente conclusión: «así, pues, no puede hablarse hoy de la monarquía como forma de gobierno, porque los reyes no gobiernan»[14], también diagnosticando en el curso de su disertación el vacío político que supone la ausencia de la monarquía: «habiendo dejado de ser la monarquía una forma de gobierno efectivo, no es infrecuente que, a veces, el desorden social requiera una concentración de poder y aparezcan dictaduras como necesidad para restaurar el orden perdido»[15]. En efecto, las dictaduras soberanas y comisariales son lo más cercano a una forma de gobierno monárquica porque las dinámicas de poder, al haber excepción, son mucho más abiertas que las que normalmente tiene el mandatario. No es lo mismo un presidente de la República en estado de excepción que uno que, en condiciones normales, gobierna. Por lógica, hay un fortalecimiento del poder político a partir de la excepcionalidad. En las suertes de monarquías constitucionales del siglo XX, en el período de entreguerras e incluso en la Segunda Guerra Mundial, prosperaron directorios y dictaduras corporativas. Bien conocido es el caso de Mussolini, puesto a gobernar tras la marcha sobre Roma por un Saboya.

Ofrecer el vocablo monarquía a esta nueva manifestación política de la modernidad es, a lo sumo, un préstamo; tomar una palabra por necesidad analítica, por conceptualizar de acuerdo a los criterios y estándares de las ciencias políticas, pero quienes estamos dentro de este ámbito entendemos las profundas diferencias entre una cosa y la otra. Queda mucho más claro cuando personalmente se siente un fervor monárquico, monarquista, porque se comprenden las bases y los principios de la monarquía tradicional, social. Para los legitimistas, esta confusión creada por las falsas monarquías o simulacros de monarquías ha generado que la idea de la monarquía, en su sentido originario y real, haya perdido trascendencia y popularidad entre las gentes sencillas. Pudiendo también sumar siglos de tradición republicana forzada que ha inoculado falsas ideas, mayoritariamente ilustradas, que pasan por tradiciones. El Reino, que emparentamos a la forma de gobierno monárquica, tiene un significado real, es una forma histórico-política bíblica que tiene lugar en el Antiguo Testamento, una forma política sacralizada como, de hecho, ocupará también un lugar la fórmula imperial a lo largo del Antiguo y Nuevo Testamento. Rafael Gambra lo sintetiza de esta manera, también incluyendo a las naciones gentiles que tuvieron monarquías (ejemplo de esto es la basilea): «Esta es una nota común a todas las monarquías históricas, que, como fenómeno político institucional, se ha dado en los más diversos pueblos, aun en medios absolutamente desconectados entre sí y religiosamente heterogéneos. La monarquía ha sido el régimen político de las sociedades religiosas, y de todas, en sus orígenes. Sólo cuando la sociedad se ha asentado sobre bases secularizadas, o cuando, como en la Grecia clásica, se ha visto dominada por un ambiente racional y esteticista, se desposee al gobierno de su carácter monárquico»[16].

Este carácter bíblico será descrito por Mircea Eliade en Historia de las creencias y las ideas religiosas, tomo II: «[…] la monarquía fue considerada desde el primer momento agradable a Yahvé. Después de ser ungido por Samuel, Saúl recibió el “espíritu de Yahvé” (1 Sm 10,6). El rey, en efecto, era el “ungido” (masiah) de Dios (1 Sm 24,7-11; 26,9-11,16-23;  etc.) era adoptado por Yahvé y en cierto sentido se convertía en hijo suyo: “Yo seré para él un padre y él será para mi un hijo” (2 Sm 7,14). Pero el rey no ha sido engendrado por Yahvé, únicamente es conocido, “legitimado” por una declaración especial: Yahvé le otorga el dominio universal (Sal 72,8) y el rey se sienta en su trono al lado de Dios (Sal 110,1; 1 Cr 28,5; 29,23; etc). El soberano representa a Yahvé; en consecuencia, pertenece a la esfera divina»[17]. Y aunque Dios no reveló específicamente formas políticas, ni formas de gobierno, sí dispuso que los hombres tuvieran señoríos y dominios de acuerdo con las jerarquías naturales. Apegado a lo divino y natural, el príncipe sería legítimo para el gobierno. La monarquía pronto por cuanto fue una forma justa y estable, se asoció con la difusión del cristianismo y con la cristianización; era el gobierno predilecto en la communitas christiana, que a su vez representaba su propia forma histórico-política propia: el Imperio, la Cristiandad. Conformada, a su vez, por Reinos y entidades mucho más pequeñas como condados, principados, etcétera. El imperio, que encarna el ideal de la Cristiandad, es la forma y fórmula predilecta del cristiano. Como dice García Pelayo, la forma política del eón cristiano[18] o en un orden de ideas similar al de Bossuet; aquel modelo político que brinda, por su universalidad y grandeza, servicio a Dios («han servido los imperios del mundo a la religión y a la conservación del pueblo de Dios»). Queda replantearnos, como buenos católicos y monárquicos, la posibilidad futura de la restauración de las formas regias, adaptadas a los tiempos tan oscuros en los que vivimos y a las nuevas tecnologías políticas, tomando en cuenta que la estatalidad es lo contemporáneo a nosotros. La restauración temporal del poder regio implica que a ésta le suceda una restauración espiritual: esta es, la realeza de Cristo. Nos queda, por ahora, interpretar el andamiaje político del presente para ver hacia el futuro. Por medio de la revelación, de la iluminación que provee el Espíritu Santo, podemos llegar al conocimiento necesario para interpretar y, en consecuencia, concluir. Dicen ser monarquías, pero nosotros, espiritualmente soldados de Cristo y temporalmente soldados de la Legitimidad, no caemos ante el engaño. No hay máscara que sirva, ni tentación que nos detenga. Ni Satanás, ni el liberalismo, tienen poder sobre este mundo. Sólo prima la voluntad de nuestro Señor.


Notas

[1] El profesor d’Ors sugiere que «a la monarquía se contrapone la república, que tiene propiamente un significado negativo; el término no procede de res publica, con el que los romanos designaban a su propia sociedad». Véase Álvaro d’Ors, Nueva introducción al estudio del derecho (Madrid: Civitas Ediciones, S.L., 1999), 164

[2] Especial sentido cobra la afirmación de Aparisi y Guijarro, el que «la monarquía y la nacionalidad española nacieron juntas; que el amor a la monarquía está infiltrado en nuestras venas». Antonio Aparisi y Guijarro, Antología (Madrid: Editorial Tradicionalista), 35-36

[3] Dalmacio Negro Pavón, Historia de las formas del Estado (Madrid: El Buey Mudo, 2010), 148

[4] «La Monarquía puede ser republicana si conserva el pueblo la soberanía jurídica, sea por Derecho Divino como depositario del poder jurídico o por autodivinización del pueblo, como ocurrió al heredar la Nación el exclusivo y el excluyente derecho divino de los reyes (“nacionalismo”). Así, las Monarquías Constitucionales y Parlamentarias, vinculadas a dinastías, son velis nolis residuos del carácter divinal de la Monarquía Absoluta». Ibíd, 63

[5] Se puede apreciar que en el aspecto formal muchos simulacros de monarquía se denominan Reinos. Tal es el caso del Reino Unido, de España, de Noruega, Países Bajos, etcétera. El problema, una vez más, radica en que el Reino es una forma político-histórica y que la actual forma política, la que corresponde a presente, es el Estado; estas naciones son Estados, Estados-nación que, como ya hemos dicho, conservan elementos de tradición monárquica pero ni en el gobierno, ni en la forma política, son monarquía y Reino respectivamente. Algunos estarán más federalizados que otros pero es evidente que son, en principio, Reinos que se han convertido en Estados y que, por tanto, han pasado procesos de homogeneización que han desembocado en Estados unitarios, este grado de unitarismo variará. Inglaterra tiene entidades constitutivas a los que llama Reinos, mientras que España tiene comunidades autónomas que se amparan en la tradición foral española.

[6] Danilo Castellano anota que los alcaldes, en algunas circunstancias, tienen poderes monárquicos e incluso los padres de familia y los tutores o que el presidente de los Estados Unidos conserva poderes monárquicos superiores a los de muchos reyes de nuestro tiempo. Véase Danilo Castellano, “Monarquía y legitimidad. Apuntes para una introducción a la cuestión”, Fuego y Raya, n.º 2 (2010), 71

[7] Negro Pavón, Historia de las formas del Estado, 58

[8] d’Ors, Nueva introducción al estudio del derecho, 164-165

[9] Castellano, “Monarquía y legitimidad. Apuntes para una introducción a la cuestión”, 73

[10] «El rey debe gobernar efectivamente a su pueblo, no debe ser guiado por él como ocurre en las formas llamadas impropiamente de gobierno, en las que se asume que éste deba simplemente llevar a la unidad el querer de los más. El rey no debe siquiera limitarse a proteger a su pueblo, puesto que la acción defensiva (aunque sea obligada) es sólo un acto pasivo en lo que toca al gobierno» Ibíd, 81

[11] Francisco Elías de Tejada, ¿Qué es el carlismo? (Madrid: Escelicer, 1971), 39-42

[12] Conviene reproducir las palabras del profesor Miguel Ayuso: «la monarquía, finalmente, entraña algo más que la idea del gobierno personal. Se trata, así, de un poder en alguna manera sagrado, es decir, elevado sobre el orden puramente natural de las convenciones o de la técnica de los hombres». Miguel Ayuso, “Las formas de gobierno y sus transformaciones”, Verbo, nº. 535-536 (2015), 404

[13] Álvaro d’Ors, Forma de gobierno y legitimidad familiar (Madrid: Ediciones Rialp, 1960), 39-40

[14] d’Ors, Nueva introducción al estudio del derecho, 166

[15] Ibíd, 166

[16] Rafael Gambra, La monarquía social y representativa en el pensamiento tradicional (Madrid: Ediciones Rialp, 1954), 138

[17] Mircea Eliade, Historia de las creencias y las ideas religiosas I (Barcelona:Paidós, 1978), 428-429

[18] Manuel García Pelayo, Los mitos políticos (Madrid: Alianza Editorial, 1981), 77-78

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