Un reinado no es un despotismo (I)

Paolo E. Regno

Cristo ante Herodes, Miguel Cabrera.

Los carlistas queremos coronar un rey que logre encauzar a los distintos pueblos que gobierna, que no uno solo, uniformizado a gusto de la Revolución. Cada pueblo tiene una historia y una naturaleza, que lo hace particular. Muchos de esos pueblos, desde la Península al contente americano, se unieron bajo un ideal y una Tradición, y es a esa unión histórica de los pueblos hispanos que el rey de los carlistas ha de dirigir hacia la paz, la concordia y la unidad.

Sin embargo, pudiera objetarse que, como exponía el Aquinate, si un monarca degenerase en tirano, entonces representaría el peor régimen posible: «Pues así como es más útil que la fuerza que obra bien sea una, para ser más poderosa, así es más nocivo sí el poder que obra mal fuere uno, que no si fuese dividido. El poder del que gobierna injustamente obra por mal del pueblo, cuando convierte el bien común en suyo propio».[1] Ejemplo de aquéllo pudieran ser un Nerón ó un Herodes. El error principal es suponer que requerimos de la democracia liberal, y de las instituciones que presenta, para poder evitar la emergencia de abusos de poder.

El fallo en el reinado de Herodes, por ejemplo, no consistió en su forma monárquica, sino en la indisposición del tirano de someterse ante Dios y su ley. Y este pecado no es exclusivo de monarcas, sino que también lo cometen presidentes electos por votación popular. Sólo hace falta ver cómo en muchas de las repúblicas contemporáneas se permiten los abortos. Es la misma inmoralidad, y en ambos casos se comete una injusticia de grandes proporciones. Y la forma de gobierno no es la monárquica, sino la tiranía que ejercen las masas, ya no es uno el que tiraniza, sino que muchos.

La cuestión de las formas de gobierno incide de otro modo. El pueblo de Israel pidió a Dios una monarquía, tras haberse gobernado por jueces durante un período. Mientras habían jueces, en Israel había paz, pero cuando eran ausentes, tomaba su lugar el caos. Y es ante esta situación que los israelitas pedían a Dios un rey, cuyo gobierno pacificador duraría tanto como una dinastía, y duró bien en cuanto el pueblo de Israel fue fiel a los mandatos de Dios.

Del mismo modo, los carlistas no pedimos un rey porque seamos una gente sencilla que quiera ser llevada de la mano por un déspota inescrupuloso, que si nos ordenara cometer el crimen más abominable, le obedeceríamos sin cuestionamientos ni reservas. Los carlistas son hombres sensatos y con sentido común, y saben que el gobierno tiene el fin de procurar el sendero y encauzar a los diversos cuerpos sociales por aquéllas vías, por donde llegamos a nuestro destino, que es el bien, pero no el particular de algún individuo (incluido aquí estaría el hipotético tirano u oligarca), sino que un bien que es de todos y de cada uno; y sabemos que bajo un rey déspota, por simple lógica, dicho destino sería inalcanzable.

Tanto en monarquía, como bajo el peso del pueblo, se puede corromper el gobierno, en un caso degenerando en tiranía y en otro, degenerando en democracia, dando lugar a atrocidades no vistas cuando la sociedad reconoce la soberanía de Cristo y respira las virtudes que le dan sustento a la verdadera paz, la concordia, y la justicia. Ahora bien, más probablemente la degeneración de la comunidad política se puede llevar a cabo si la multitud se impone.

Y es que, como enseñaba el Aquinate, es más conveniente conducir a un pueblo al bien común si el gobierno es llevado en una dirección, que conducido por la discordia de muchos: «Los muchos no pueden conservar la multitud que gobiernan, si son disconformes. Y así se requiere entre ellos una cierta unión para que puedan gobernar, porque no llevarían la naturaleza lo que es mejor, y así todo gobierno natural es de uno».[2] Es decir, la finalidad de la monarquía es ofrecer una dirección al gobierno, que permita de este modo preservar la armonía de cuerpos sociales de naturalezas marcadas y diversas, sin por ello perder de vista la unidad interna del reino.

La democracia liberal es, paradójicamente, todo lo contrario: un sistema donde, según la teoría, mandan todos, pero en los hechos prácticos, una mayoría manejada por los poderosos tiraniza a toda la población. El colmo de esta ironía es que al participar muchos del gobierno, las ya mencionadas naturalezas marcadas de cada cuerpo social desaparecen en aras de una uniformidad total, que pasa por arriba incluso de la cultura y la religión, los valores que podemos estimar fundamentales para constituir toda sociedad.

Referencias

[1] Santo Tomás de Aquino, Del Gobierno de los Príncipes, Capítulo III

[2] Santo Tomás de Aquino, Del Gobierno de los Príncipes, Capítulo II

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