Un istmeño de la escuela quiteña: Vida de Hernando de la Cruz

Paolo E. Regno

El Juicio Final en la Iglesia de la Compañía de Jesús de Quito, pintado por el hermano Hernando de la Cruz.

Recordando un año más que transcurre de la fundación de la ciudad de Panamá, con motivo de la ocasión comparto la historia de un personaje ilustre oriundo de esta ciudad. El hermano Hernando de la Cruz, si bien realizó prácticamente toda su labor religiosa en Quito, fue natural de Panamá, y habiendo llegado a ser el director espiritual de Santa Mariana de Jesús Paredes, canonizada posteriormente por Pío XII, fue incluso reconocido por el historiador panameño Ernesto J. Castillero como «el confesor de la Azucena de Quito».

Hernando de la Cruz, SJ. Nacido en Panamá hacia 1592.

El hermano Hernando de la Cruz nació en la ciudad de Panamá, hacia el año 1592. Fue bautizado como Fernando de Ribera. De origen hidalgo y familia acomodada, comenzó su educación en Panamá, y aunque no hay conocimiento de que se haya inscrito a alguno de los colegios de la época, sus dotes artísticas surgieron intuitivamente, instruyéndose en poesía, esgrima y pintura. Durante su vida como seglar, se caracterizó por combatir en duelos, siendo tan diestro y de buen pulso, que muchos caballeros de Panamá le buscaban para adiestrarse con él. El Padre Jacinto Morán de Butrón, biógrafo de Santa Mariana de Jesús de Paredes, escribió también sobre sus confesores, y con tal fin dedica un capítulo a Hernando de la Cruz. El P. de Butrón relata que el entonces joven hidalgo no se inclinó a estudios formales pensando en su juventud que «si llegase a ser docto sería sacerdote, grado para el cual no se hallaba con fuerzas».

Una hermana de don Fernando de Ribera deseaba ingresar a la Orden de Santa Clara, pero al no encontrase en Panamá esta congregación, ambos hermanos viajaron a Quito. Habiendo llegado a destino, la hermana ingresaría al Monasterio de Santa Clara de dicha ciudad, y aunque de ella no conocemos más datos que los aquí relatados, este suceso sentaría las bases para el destino que le esperaba al propio Fernando de Ribera. Continuó el hidalgo durante un tiempo sus estudios, pero se cuenta que tras un duelo en que hirió mortalmente a su contrincante, quedó tan impresionada su alma por el acontecimiento, que llegó a pensar que del abandono del mundo dependía su futura felicidad. Nuevamente en Quito, en un principio no sabía a cuál orden religiosa unirse, pero finalmente los impulsos de su alma lo condujeron a la Compañía de Jesús, donde sus superiores hallaron que tenía vocación y le acogieron.

Tras haber sido admitido en la Compañía en 1622, el hidalgo don Fernando de Ribera dejaría su apellido de renombre para pasar a ser el hermano Hernando de la Cruz. Con intención de ofrecer como sacrificio a Dios algún holocausto, quemó todas sus composiciones literarias escritas hasta entonces, por lo cual ninguna de ellas sobrevive hasta nuestros días. También había jurado no volver a componer poesía, y en esta resolución se mantuvo por veinte años hasta que sus superiores le ordenaron que escribiese versos y sólo sus votos de obediencia pudieron hacerle retomar la pluma. La reflexión puede indicarnos que la pérdida de estas composiciones literarias de su vida pasada no puede causar pesar, puesto que la Compañía ganaría a un soldado ejemplar. Afirma el P. Butrón, que el que fuera otrora hidalgo y espadachín era consultado por sus hermanos para resolver las más difíciles cuestiones teológicas.

Mariana de Jesús Paredes, obra atribuida al hermano Hernando de la Cruz

También fue confesor, como ya se ha mencionado, de la hermana Mariana de Jesús, quien merecería un espacio propio para narrar su vida entera. Mas para relatar bien la obra del hermano Hernando de la Cruz como su director espiritual, es necesario exponer ciertos detalles de la Azucena de Quito. Su nombre de nacimiento era Mariana de Paredes y Flores, y había dado signos de inclinación a la vida religiosa desde la infancia. A los siete años de edad, hizo un juramento de castidad perpetua, y aunque no por ello ingresó a algún convento, a los diez años renunció a todos los halagos de la vida e hizo sus votos de castidad y obediencia. Su primer confesor, el P. Juan Camacho, también de la Compañía de Jesús, la incitaba a renovar continuamente estos votos y la confirmaba en esta resolución haciéndole dar cuenta de cuanto pasara por su alma a su sobrina, de nombre Juana, y le avisó el confesor de la orden dada a la hna. Mariana, quién jamás se apartó de los consejos dados por sus confesores.

Hernando de la Cruz sería el nuevo confesor de Mariana de Jesús, tras el traslado de los padres Camacho y Manosalvas. El alma de Mariana de Jesús se hallaba inquieta. Tras encontrar al hermano Hernando, obtuvo permiso de sus superiores para hablar con él. Después de un primer diálogo con la Azucena de Quito, el hermano Hernando se sentiría admirado, y posteriormente afirmó al sacristán, que había «hablado con una Santa Catalina de Siena, un verdadero ángel en carne». Por su parte, Mariana de Jesús confesó que aprendía mucho más del hermano Hernando, que de eruditos que escudriñaban en tratados y libros. El hermano Hernando le compuso unas jaculatorias con actos de las virtudes, para conducirla en su camino de santidad. Y con su dirección espiritual, Mariana de Jesús finalmente disipó la desolación que la aquejaba.

Mariana de Jesús vivió hasta los veintiséis años de edad, habiendo caído enferma. Postrada en cama, y tras tres días de haber perdido el habla, entregó su alma a Dios un año antes del hermano Hernando, quien le asistió en sus últimos momentos, junto con otros padres de la Compañía de Jesús. Recibió la extremaunción y dió señales de devoción y alegría. Expiró así Mariana de Jesús el 26 de mayo de 1645.

Hernando de la Cruz es bien recordado en Quito por su labor como pintor, arte que ya practicaba en Panamá. El P. de Butrón describe cómo el hermano Hernando se entregaba a la meditación, y en ella ideaba la imagen que plasmaría en el lienzo, cosa que podía apreciarse, dado que sus obras respiraban piedad y conducían a amar a Dios. Muchos de los cuadros de la Iglesia de la Compañía de Jesús en Quito son de su autoría, habiéndolos pintado a lo largo de los años que sirvió a la orden de Loyola.

Iglesia de la Compañía de Jesús en Quito.

La obra más reconocida de Hernando de la Cruz es el Juicio Final, donde muestra a las almas de los salvos y condenados a sendos lados del lienzo, una obra que refleja la justicia divina e infunde el temor que aún los santos tienen en el juicio particular. Representó asimismo el Infierno, donde los demonios son mostrados infligiendo toda clase de tormentos a los condenados. También se le atribuyen las pinturas de los profetas, dieciséis en total, representando en total a los profetas mayores y menores del antiguo testamento. Fray José María Vargas registra que los Padres de la Compañía, J. M. de Butrón, Diego Rodríguez Docampo y Juan de Velasco se mostraron conformes en atribuir al hermano Hernando todos los cuadros de la Iglesia de la Compañía en Quito, sus tránsitos y aposentos. Retrató de igual modo a Mariana de Jesús tras su fallecimiento, donde la representa en hábitos negros y mostrando signos de la humildad que practicaba en vida.

Durante veinticuatro largos años, Hernando de la Cruz sirvió a la Compañía de Jesús, glorificando a Dios con los frutos que produjeron sus luces en teología, pintura y literatura. Así, el 6 de enero de 1646, con 55 años de edad, con los ojos puestos en Dios, el crucifijo entre sus manos, y la cabeza vuelta hacia Panamá, rindió el alma a Dios. Una vez fuera reconocido su cuerpo como cadáver, el pueblo quiteño y religiosos de distintas órdenes acudieron a venerarle, le besaron sus pies, y lloraron por el desamparo que dejaba su fallecimiento. Los Padres de la Compañía le dedicaron una carta de edificación donde se narraron sus virtudes, donde decía que desde que el hermano Hernando vistió la sotana hasta que murió, no se supo de que hubiese faltado a la obediencia, ni quebrantado la menor regla instituída por la Compañía. Sepultaron sus restos en la bóveda de la Iglesia de la Compañía, donde «resucitarán sus huesos para confundir a los soberbios, a los letrados de este mundo, y a los que estudiaron en qué consiste la Bienaventuranza sin mover la voluntad a despreciar el mundo para conseguirla, contentos con saberla especular, pero sin atender en sus obras a su fruición».

San Francisco Javier predicando en el Oriente, obra atribuída a Hernando de la Cruz.

Referencias

  • Teresa López de Vallarino, La Vida y El Arte del Ilustre Panameño Hernando de la Cruz (Quito: La Prensa Católica, 1950)
  • P, Jacinto Morán de Butrón, SJ, Vida de la B. Mariana de Jesús Paredes y Flores
  • Ernesto J. Castillero, «El Confesor de la Azucena de Quito», Rincón Histórico vol. 1 (1947)
  • Fr. José María Vargas, OP, Arte Quiteño Colonial, (Quito: 1944)

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